Daenon III

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El Palacio de Polvo, eso era la Casa de los Eternos, una ruina gris y antigua, sin ventanas ni edificaciones alrededor, lo único que la rodeaba era un bosquecillo de árboles de madera negra que se usaban para preparar el "color-del-ocaso". Dany y Daenon se disponían a entrar, tras ellos estaban Jorah, los jinetes de sangre y Pyat Pree, que acababa de salir de las sombras.

—Vamos a entrar —Dijo Daenon.

El mago sonrió.

—Pues debéis seguir las reglas. Os encontraréis siempre cuatro puertas: La puerta por la que entráis y otras tres. Siempre debéis tomar la puerta a vuestra derecha, y si hay una escalera debéis subir, nunca bajar. Habrá otras puertas abiertas, no miréis, seguid siempre a vuestra derecha y llegaréis junto a los Eternos.

—Parece fácil —Dijo Dany, con los dragones rugiendo sobre su hombro.

—Tomad —Dijo Pyat Pree, ofreciéndoles un ocaso —Es color-del-ocaso, os servirá para ver y escuchar las verdades.

—¿Se nos quedarán los labios azules?

—No con una sola dosis. No se puede entrar si no se bebe, madre de dragones.

Daenerys apuró el cáliz, dando un largo trago, luego se lo pasó a Daenon, que también bebió. Olía a pescado podrido y una textura asquerosa, oleosa. A Daenon le supo a todo lo que había probado en su vida y al mismo tiempo era algo totalmente nuevo.

Miró a la torre que antes no tenía ventanas ni puertas, había una puerta. Jorah y los dothrakis trataron de detenerlos, pero ellos se acercaron.

Viserion abandonó el hombro de Daenerys y saltó hacia el de Daenon. Ella llevaba a Drogon y Rhaegal.

Entraron.

Daenon miró a los lados, una pared de gruesa piedra a la izquiera, una pared de gruesa piedra a la derecha. Caminó y subió unas escaleras, que le llevaron directo a una sala, que como el brujo Pyat Pree prometió, tenía cuatro puertas. Dos estaban abiertas, el anciano había dicho que no debía mirar, pero Daenon no pudo evitarlo y lo hizo.

Vio una playa de arena blanca y bosques de coral, bañados por un océano verdoso y fresco, unos pies eran besados por las olas que se arrastraban a la orilla y empapaban el vestido blanco... ¿O era su pelo? Miró a la derecha, y vio una gran sala con muchas personas que llevaban capas grises, rojas y doradas. Los de capas doradas se alzaron contra los de gris, clavándoles lanzas por la espalda. Apartó la mirada y cruzó la puerta.

Otra sala.

En esa ocasión solo había una puerta abierta. Un dragón blanco se encontraba recostado sobre arena roja, enroscado sobre sí mismo, con una lanza resplandeciente que emanaba sangre escarlata entre las garras. El dragón abrió los ojos, uno era verde y el otro púrpura.

Luego vio a la niña. Al menos él creía que era una niña, la pobre estaba llena de llagas, y bolsas negras que le cubrían la piel, la cual estaba humeando, con grietas que se abrían entre los poros. Los ojos le ardían y se le derretían en las órbitas mientras que el humo brotaba de su nariz, boca, y por los labios inferiores. Daenon se fijó aún más en la chica que no debía pasar los trece años, susurraba cosas y dentro de ella algo luchaba por salir. Algo debajo de su piel empujaba hacia fuera, creando bultos que luego desaparecían y luego volvían a aparecer. Un septón y un maestre miraban horrorizados la escena.

Daenon apartó la vista, a punto de vomitar, y siguió adelante, atravesando la puerta de la derecha, siempre la de la derecha. La siguiente sala no tenía puertas, era la sala que había visto anteriormente, pero distinta. Las hogueras brillaban, rojas y amarillas, y las llamas bruñían las calaveras de los dragones colgadas de los muros. Había estandartes negros y rojos colgados entre ventana y ventana, y al fondo, una monstruosa forma hecha de acero negro, roído y retorcido. Ese era el sueño de Daenon y el de su hermana. El Trono de Hierro. Se fue acercando poco a poco, subiendo uno a uno los peldaños del trono, que resonaban como una caja a cada escalón que subía. Sentado en el trono había un anciano, o tal vez un hombre no tan anciano pero que lo parecía. Tenía el cabello platino largo, como la barba, sus uñas eran extremadamente largas, el doble de largas que sus dedos, y con ellas se arañaba el dorso de la mano mientras sus ojos violetas temblaban con miedo. Daenon se dio la vuelta al escuchar el sonido de una puerta. Un hombre entró, con armadura dorada y una espada ensangrentada. Cuando estuvo frente a él la figura se deshizo y la sala cambio. Los dragones seguían estando, las hogueras brillaban con la misma intensidad, pero los estandartes ya no eran negros. Daenon se dio la vuelta y el viejo rey ya no era el mismo. Era un hombre fuerte, alto y robusto, vestía de negro y rojo y llevaba una corona que resplandecía roja ante la luz del ocaso, la mirada lucía profunda, insondable, y su rostro era el de un hombre que había luchado en muchas batallas. Miró a un lado y Daenon le vio el perfil, extendió la mano para tocarlo, pero ya no estaba allí, en su lugar había cuatro puertas y Daenon estaba ante una puerta abierta del medio, a solo un paso de entrar. Viserion le mordía la oreja.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora