Daenon I

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Le dolía todo el brazo, como si le clavasen mil agujas, pero no cayó del caballo, ni emitió ninguna muestra de dolor. No podía. «Porque el dragón nunca muestra debilidad, se puede herir al dragón, pero no se puede matarlo». Suspiró y vislumbró como la larga columna de inmaculados avanzaba entre las calles de las Inviernas, el pequeño poblado que rodeaba los altos muros de Invernalia. Los soldados de su hermana se habían puesto armaduras de cuero negras, capas y abrigos, al igual que sus jinetes y los lanceros dornienses. Paso tras paso avanzaban, retumbando bajo los estandartes negros y verdes de los dos padres de dragones.

Él, cómo no, avanzaba a la izquierda de su hermana, luchando para manejar el caballo con el brazo que podía mover. Tras ellos iban Jon Nieve y su hermana, Adso, Missandei, la guardia real y los jinetes de sangre. La columna se extendía varias leguas, siempre avanzando, mostrando el poder de la casa Targaryen. Soldados, caballeros, jinetes libres que se les habían unido por el camino, herreros, porteadores y un ingente número de carretas repletas de cristal volcánico.

Daenon se fijó en los rostros de los norteños. Las mujeres les miraban con desconfianza y los hombres, la mayoría viejos y achacosos, con ojos que dictaban claramente que se marchasen de sus tierras. El príncipe de Rocadragón chasqueó la lengua. «Así tratan a sus salvadores, a quienes vienen a defenderlos de —rio en su interior— los Caminantes Blancos».

Entonces, los tres dragones descendieron en picado desde el cielo. La muchedumbre se alarmó y comenzó a correr y gritar.

—¡Los dragones nos atacan!

—¡Son espantosos!

¿Espantosos? Eran lo más bello del mundo. «Y no son los últimos». Pero al príncipe de Rocadragón no le importó. La gente simple no entendía el significado de la verdadera belleza.

Daenerys, que parecía tan disgustada como su hermano por la actitud de la población, sonrió al ver a sus hijos volando.

—Hermano ¿Estás bien?

Daenon se rascó la barba mientras sujetaba las riendas.

—Mejor que ayer, peor que mañana. No te preocupes, Dany.

Ella asintió. A los dos les había sido difícil olvidar los sueños que tuvieron, pero durante las últimas semanas los habían ido dejando atrás. Puede que fuesen sueños normales, pero lo habían tenido los dos, lo cual, a Daenon le causaba mala espina.

Mientras se acercaban, vislumbró cada vez mejor la gran Invernalia. Era un castillo tan grande o más que Rocadragón, con murallas altas y tantas torres que parecía un laberinto, o incluso un bosque de piedra. Jon Nieve mandó una misiva desde Puerto Blanco informando de su llegada, y de que el Norte tenía nueva soberana. «A ver cómo se lo toman —pensó el príncipe— estas gentes son más grises que la piedra de sus casas».

La vanguardia de la comitiva entró en la fortaleza. Él y la reina entraron tras sus portaestandartes, dos enarbolaban los colores de los Targaryen y otros dos los emblemas de Daenon y Daenerys: Un dragón blanco sobre fondo verde y un dragón rojo con las tres cabezas de distinto color, cada uno en representación de uno de sus dragones.

Les esperaban una comitiva de señores. En el centro, se emplazaba una chica alta, de rostro enjuto, blanco, pero orgulloso pues iba con la cabeza bien alta y su posición la reafirmaba como la persona al mando. A su lado, había un chico en silla de ruedas.

Jon Nieve y Arya Stark corrieron hacia ellos. El primero abrazó al muchacho en la silla, mientras que Arya tomó de la mano a la chica pelirroja, lady Sansa Stark.

Duraron varios minutos, una enternecedora escena a familiar que a Daenon le revolvió el estómago. Su familia estaba en Dorne, solo tenía allí a Dany.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora