Arya I

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—¡Encended las trincheras! —Gritó un noble —¡Prended las trincheras!

Arya contempló con ojos clarividentes como las flechas impregnadas en óleo, besadas por el fuego, volaron desde la muralla hasta las líneas de trincheras, también impregnadas con el mismo material. Las llamas se extendieron como la peste, haciendo que las dos líneas de trincheras que rodeaban el castillo prendiesen al instante.

El fuego brilló en la oscuridad y luego llegó el silencio.

Arya, con el arco que le había pedido a Gendry que le hiciese, recorrió la muralla, observando el rostro de los hombres a su alrededor. Norteños, dornienses, hombres del valle y muchos más. Ella nunca había estado en medio de una batalla, de una auténtica batalla. Y, a pesar de la vergüenza que le surgía, sabía que ella solo había luchado en peleas individuales, esa era su primera batalla y las batallas eran más difíciles que las peleas.

Entonces el silencio murió con un sonido en la distancia. Un gruñido. Débil, gutural, pero un gruñido y luego un estruendo lejano que se acercaba como un trueno alarmado. Pasos, pasos y más pasos, a gran velocidad. Dispuestos a la carga.

—¡Cargad! —Ordenaron. Arya llevó su primera flecha al arco y tensó. No soltaron hasta que no vieron al enemigo, pero, cuando lo hicieron, soltaron al instante. Los muertos no se detuvieron a pesar de las trincheras, corrieron hacia el frente, haciendo una montaña de cuerpos consumidos por las llamas que dejaron el paso libre para los que venían detrás. —¡Soltad, soltad, soltad!

Las flechas silbaron, y el fuego segó la vida de muchos espectros, pero los muertos no se detenían, eran una marea furiosa, una tempestad, y las llamas no les detenían.

Tras pasar la primera línea defensiva, avanzaron sin parar hacia la segunda, repitiendo el proceso. Los arqueros soltaban las flechas tan rápido como podían, pero, poco a poco los muertos se habrían paso. Arya no paraba de lanzar flechas, tan rápido como el brazo, los nervios y el terror le animaban a hacerlo, pero por muchos que mataran, por mucho que el fuego consumiese, los muertos avanzaban.

Traspasaron la segunda línea de trincheras, y luego se estrellaron contra la muralla, formando una montaña de cuerpos más y más grande, que crecía y crecía hasta que la muralla de Invernalia comenzó a estar a su altura.

Treparon por el muro, pasaron las almenas y cayeron sobre ellos.

Arya sacó de inmediato la daga de acero valyrio que Sansa había usado para matar a Meñique y que ella le había dado antes de irse. «Dijo que era para protegerme, dijo que era para que me cuidase, pero yo misma me cuidaré, usándola». Un muerto se alzó sobre ella. Arya describió un amplio círculo con su daga y se lo quitó de en medio, pero llegaban por todos lados. Los hombres luchaban por sus vidas, los masacraban en el suelo, los despedazaban usando sus manos. Muchos cayeron de la muralla, y otros trataban de huir por las pasarelas que llevaban hacia la siguiente muralla.

—¡No retrocedáis! —Gritaba ella una y otra vez, mientras luchaba por su vida, por no morir. —¡No retrocedáis! Resistid ¡Resistid! Resistid —Pero poco a poco sus gritos fueron perdiendo fuerza y ya casi sentía pesar en sus miembros. No podía más. Solo podía luchar para cubrir la retirada, proteger a tantos como le fuese posible. Luchar. Morir luchando.

Arya cargó contra los muertos, moviendo la daga y a Aguja como le había enseñado Syrio Forell. Entonces, un gran martillo destrozó a un muerto que iba a atacar a Arya por la espalda y vio a Gendry, respirando con la misma fuerza como si estuviese en su fragua.

—¡No te mueras aún, Arya! —Le gritó, mientras movía su pesada arma de lado a lado.

Los cadáveres fueron acumulándose.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora