Adso III

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Desde una ventana Adso observaba como los jinetes dothrakis montaban sus corceles en el patio de armas, cargando arcos, lanzas y arakhs. La reina Daenerys, engalanada con un traje negro con escamas esmeralda montó sobre su yegua blanca, flanqueada por lord Tyrion y Jon Nieve. A ellos le seguían un gran número de caballeros y nobles, espadas juramentadas, damas y demás concurrencia. Bajo los ojos oscuros de los dothrakis, Adso no sabría decir si estaban protegiéndolos o estaban vigilándolos.

«Pero se van —pensó— al menos se van, se van lejos, a Harrenhall, jinetes y dragones». El maestre cerró la ventana con un movimiento ágil y echó el pestillo, para luego pasarse la mano por la cara y suspirar cansadamente. Ya casi era de noche. No podía esperar más. «Lo hago por mi hijo, lo hago por mi madre, lo hago por mi esposa —pero cada vez que lo repetía le hacía sentir más culpable, más dudaba y peor se sentía. La Reina había designado a su hermano para encargarse de los últimos preparativos de la retirada. Ambos estaban abatidos por la muerte del dragón, ambos lo lloraban, pero cada uno debía cumplir su parte— y yo, la mía».

—¡La reina en su montura! —Se escuchó anunciar a un caballero —Banderizos, en marcha.

La señal de la marcha fueros los rugidos de los dragones y las grandes trompas de viento que retumbaban sus alas al ser agitadas. Adso observó una última vez por la ventana, y a pesar de sus cristales opacos, vio como las hermanas Stark y su hermano Bran cerraban la marcha de nobles. Tras ellos, la larga columna dothraki comenzaba a moverse.

«Ahora, y que los dioses me perdonen».

Subió uno a uno los escalones de la torre, con el eco de sus pasos siguiendo su estela como un guardián silencioso. Llegó al estrecho pasillo y, tras golpear la puerta con los nudillos, dirigió la mano al picaporte y abrió.

El aposento de Daenon no era más lustroso que el resto de la ruina que era Foso Cailin, pero sí que estaba más ordenado. Las paredes, enmohecidas, de ladrillos viejos y gastados, estaban desnudas; la chimenea prendía una llama que parecía lejana y el mobiliario parecía nuevo. Daenon estaba en el balcón, presenciando la marcha de su hermana.

El príncipe de Rocadragón giró la cabeza con parsimonia, y luego retiró las cortinas, para pasar al interior. Adso lo miró a los ojos y le dedicó una sonrisa triste.

—Venía a saber si necesitabas algo —Comentó. Había ensayado el diálogo muchas veces, en su cabeza, las suficientes para recordarlo de memoria y que no le traicionasen los nervios ¿Y si se dirigía a él de vos, y no de tú, como ya llevaba haciendo tanto tiempo? ¿Sospecharía? ¿Le sería extraño que apareciese? Pensó en todo, y comenzó a decirse a sí mismo que se relajara. «Es por el pequeño Adso, es por Isobelle».

—No, gracias. Estoy... bien —La palabra sonó extraña en sus labios, como si la pronunciase por primera vez. —Siéntate, no vayas a echar raíces.

Adso sonrió y obedeció.

—¿Crees que podremos vencer? —Le preguntó.

Daenon emitió una sonrisa triste.

—¿Si podemos vencer? En Invernalia estaba confiado, pensé que mi estrategia triunfaría, que derrotaríamos a los caminantes, pero pequé de iluso y miles lo pagaron con su vida. Jorah, Bennis, Los jinetes de mi hermana, Gusano Gris y sus inmaculados, muchos de mis dornienses y... Viserion. Pensé que podía terminar la guerra antes de que empezara.

«Todos sus hombres, o de su hermana. Los norteños y los del Valle ¿Qué le importan?»

—En vuestra defensa os diré que puede que seáis la primera persona en... bueno, miles de años en plantar cara a los caminantes blancos de una manera tan organizada.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora