Adso II

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Foso Cailin olía a su infancia. El hedor a fango y agua estancada de los pantanos del Cuello podían ser tremendamente fuertes, casi insoportables para los foráneos, pero a Adso le recordaba cuando era niño, y Raymond lo paseaba por allí. Miles de hombres y mujeres cruzaban el paso entre las ruinas del viejo castillo, la mayoría de ellos recién llegados de Invernalia, ni la mitad de los que se habían quedado cuando los civiles se fueron, guiados por lacustres mandados por lord Reed. Adso ayudó a los heridos todo lo que pudo, pero eran cientos y todos ellos lucían más muertos que vivos; en sus ojos se reflejaba el mayor terror del mundo. Dothrakis, en su mayor parte, algunos norteños y caballeros del Valle, dornienses, pero ningún inmaculado.

Cuando se escuchó el rugido de los dragones, la tempestad de sus alas, nadie alzó la vista con temerosa sorpresa, sino que siguieron caminando hacia el sur, como si no les importase. Habían perdido la batalla, los caminantes blancos habían triunfado, Invernalia era solo un enorme matadero ahora, y pronto los Siete Reinos les seguirían. «Eso es lo que piensan, es lo que sienten, es lo que podría suceder, pero si se rinden ¿Qué nos quedará?»

Tras terminar de vendar una herida, Adso volvió a alzar la vista. Rhaegal se posó sobre una torre, y no paraba de lanzar rugidos lastimeros hacia el cielo nublado, mientras que Drogon daba vueltas alrededor del torreón principal del fuerte. Drogon y Rhaegal... pero no Viserion.

Ser Barristan se acercó. Su rostro parecía diez veces más viejo de lo que ya era, su armadura blanca estaba repleta de sangre y escarcha a partes iguales, pero, aparte de eso, parecía ileso. Su mirada seguía siendo severa, pero los ojos rojos indicaban que había estado llorando.

—La reina quiere verte —Avisó.

Por un momento Adso sintió verdadero terror ¿Le habrían descubierto? Pero no, eso no podía ser. Dejó las vendas sobre la mesa al tiempo que trataba de normalizar su respiración y hacer que no pasaba nada. Nunca pasaba nada. Eso debían creer los demás, eso debía creer él.

—Por supuesto.

El anciano caballero lo dirigió entre las masas de gente, que seguían yendo hacia el sur. Siempre hacia el sur.

Subieron las escaleras de caracol de la ajada torre; peldaños desechos y rotos, tan viejos como las entrañas de la fortaleza. Al llegar al pasillo, las astilladas puertas del salón principal se abrieron, rechinando como el gemido de una anciana. La sala estaba repleta de nobles, con sus cuatro chimeneas prendidas. Daenerys, aún con la armadura, estaba sentada en un modesto asiento al fondo, flanqueada por un grupo de dothrakis, entre los que se encontraba Ko Khono.

Los Stark y Jon Nieve estaban a la derecha. Tyrion y lord Varys a la derecha. Adso sentía como si tuviese una soga en torno al cuello, pero se detuvo en los escalones frente a la reina e hizo una pronunciada reverencia, estorbada por los pliegues de su larga toga de maestre.

—Mi reina.

Daenerys tenía la mirada llorosa, perdida. Cuando vio a Adso, las lágrimas amenazaron por salir de los hermosos topacios púrpuras que eran sus ojos.

—Viserion h-ha... muerto.

La noticia le golpeó como una cachetada ¿Viserion había muerto? Daenon comenzó a mirar a todos lados, buscando a Daenon. No lo encontró. No estaba. En su corazón se sintió... se sintió «me he sentido aliviado —pensó, al tiempo que bajaba la mirada hacia el suelo y se incorporaba. Se sentía asqueado, completamente. Daenon estaba muerto, su amigo, su protector, el chico al que le había enseñado tantas cosas, que lo había traído de vuelta a casa, a su familia— y al que he traicionado... otra vez».

—Nos replegaremos al sur —Ordenó la reina.

—A tierras de Cersei —Recriminó Sansa —Bueno, si vamos a morir qué mejor de no ver el final ¿Verdad?

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora