Daenerys I

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Se había abrochado la armadura sola, no quedaban sirvientes y por insistencia suya, había conseguido que Missandei, Irri y Jiqui abandonasen la fortaleza en la primera comitiva que partía hacia el sur. Se había puesto su un traje con largas mangas negras y una coraza que le cubría el torso y, donde, sobre su seno izquierdo, había una boca de dragón que hacía de broche para un abrigo de piel que le colgaba del hombro. Empuñó a Hermana Oscura, observando su filo oscuro. Era la espada de Visenya Targaryen, la espada de una conquistadora. Esa vez Daenerys no debía actuar como una conquistadora, sino como una protectora. «Soy la madre, y una madre debe proteger a sus hijos, aunque ellos no la quiera, aunque la rechacen. Soy una madre. Una reina».

Bajo de su aposento en la torre, con los escalones retumbando con el eco que se arrastraba por las paredes enmohecidas de Invernalia. Entonces, cuando bajó, vio a una sirvienta, una mujer encorvada, casi al final de su vida, con una cabeza casi calva, muy vieja, con bolsas de arrugas bajo los ojos, piel grisácea, una barriga protuberante y los pechos caídos.

La reina entornó la cabeza.

—Toda la servidumbre debería haberse marchado ya ¿Qué hacéis aquí?

La mujer le dirigió una mirada, en los pozos de sus negros ojos, Daenerys observó una llama.

—Me necesitaréis antes de que la noche acabe, majestad.

Se alejó, a pasos cortos, cansados. Daenerys conocía esos pasos, los había visto en millares de personas, eran los pasos de una persona que siempre había caminado con la cabeza gacha, los pasos de una esclava.

La reina la vio alejarse y entonces salió al patio.

Sus inmaculados formaban hilera tras hilera, con las puntas de sus lanzas brillantes, tornadas del acero al vidriagón, y los rostros esculpidos en piedra. Ella caminó entre ellos. No la miraron, pero ella sabía que notaban su presencia. Les acarició los hombros, los rostros, besó sus manos pues ellos eran tan sangre de su sangre como lo eran los dothrakis, habían cruzado todo un continente por ella, tomado ciudades, luchado batallas y atravesado un océano. Todo, porque la amaban. Eran suyos, y Dany era de ellos.

Avanzó hasta que se topó con Héroe y Gusano Gris, conversando en valyrio. Al verla, se cuadraron.

—Todo listo está, mi reina —Informó Héroe.

Dany le acarició su fuerte brazo y miró a Gusano Gris.

—A ti te debo todo, Gusano Gris —Le dijo.

—Ser para mí un honor luchar por vos, mi reina.

Daenerys le besó en la mejilla. Él no reaccionó. Ni una sonrisa.

—Lucha esta noche por ti, lucha por tus hombres. Una vez me dijiste que elegiste tu nombre porque era el nombre que sacaste de la urna el día que yo te liberé ¿Recuerdas tu verdadero nombre, Gusano Gris? —Él asintió —Entonces, lucha también por la persona que te dio ese nombre. —Ella miró sus rostros —Todos sois mi familia, tenéis el valor de los señores dragón ardiendo en vuestros corazones, todos sois dignos del blasón de Aegon.

—¡Dracarys, dracarys, dracarys! —Vitorearon los inmaculados, como una vez hicieron en la plaza del castigo de Astapor, hace casi toda una vida.

Luego, un soldado norteño se acercó a ella.

—Mi reina —Dijo, aunque las palabras brotaron con un esfuerzo similar al de arrastrar una piedra de una cantera —Lord Jon Nieve desea veros.

—¿Dónde está?

—En las criptas. Seguidme.

Daenerys asintió.

Las criptas de Invernalia eran el lugar más frío y tétrico que había visto en su vida, llena a ambos lados de ojos tallados en piedra y en rostros tan gélidos como el temporal que azotaba las tierras de los Stark. Todos hombres con un lobo al lado y una espada en su brazo. Algunas estatuas estaban desechas, otras rotas, muchas eran casi polvo, pero todas eran de hombres. Todas menos una. La estatua era la de una muchacha, de aspecto bello, pero no tenía ni espada, ni lobo. Jon Nieve estaba parado frente a ella, con la mirada perdida.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora