La leona de Desembarco del Rey

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No dejaría que nadie viese sus lágrimas, no otra vez. Cersei se encerró en su aposento y bajo el amparo de las velas dejó que sus ojos derramasen toda la sal que quisiesen. Su leona de oro, su hija, su única hija había muerto. Cersei apretó las uñas contra las palmas de las manos hasta que comenzaron a sangrar. Fue la dorniense, estaba segura, esa puta de Nymeria Arena. Había llegado para ocupar el puesto de su padre en el consejo privado, con Myrcella bajo una mortaja dorada.

—Majestad —Dijo, arrodillándose ante Tommen, siendo observada por los ojos de toda la corte —La princesa enfermó desde que salimos de Dorne. Hicimos escala en Castillo del Amanecer, y allí la pobre pasó sus últimos días. El septón del señor de Tarth la ungió en los siete óleos antes de que las fiebres se la llevasen. En cuanto a Ser Balon Swann lamento informar que fue a por Gerold Dayne, que había osado dañar a nuestra hermosa princesa. Pero murió a manos suyas, así como todos los soldados que le acompañaron. Lo siento, majestad. El príncipe Doran os transmite su arrepentimiento y servidumbre y os reafirma que es vuestro leal servidor.

Tommen, en el trono, comenzó a llorar, pero Cersei no pudo secarle las lágrimas, ella estaba en la tribuna junto a las otras mujeres de la corte. La que secó las lágrimas a su hijo fue su esposa, la ahora devota Margaery Tyrell.

—Mi hermana tendrá un funeral digno. Que el septón supremo vele su cuerpo siete días y siete noches y la entierre junto a los reyes pasados, en una ceremonia donde asistirá toda la corte. —Ordenó, con voz débil, justo después de que su esposa le susurrase al oído.

Pero... ¿Qué septón supremo? El único septón supremo era un plebeyo descalzo, el mismo que la paseó desnuda por la ciudad, el mismo que ella había encumbrado.

Luego de eso la bastarda fue aceptada en el consejo privado, y Cersei siguió encerrada en su aposento. Se quedó allí, clavándose las uñas y llorando.

La puerta se abrió y entró Qyburn.

—¡Majestad! Deteneos, por favor. Dejadme vendaros las manos.

«Tiene manos viejas, frías y arrugadas —pensó Cersei, pero no le importaba él era su consejero, puede que incluso su amigo. No, era su aliado, el único aliado que le quedaba —Y puede ayudarme.»

—¿Esta tarde es el juicio?

—Sí, los nobles ya comienzan a dirigirse hacia allí, mi reina. El rey... pide que le acompañe.

Su hijo... él la quería a su lado, Tommen aún la quería. Era su niño, su leoncillo dorado ¡Su último hijo!

—¡Ser Robert! —Llamó Cersei. Robert Strong entró en la sala, alto y silencioso. Robert, Ser Gregor... a Cersei le daba igual cómo llamarlo. Era su campeón, él lucharía por ella en el Juicio por combate. Pero no habría juicio por combate. —Id a los aposentos del Rey, haced que se quede allí, que no salga bajo ningún concepto hasta que nuestra obra haya finalizado. Si alguien trata de entrar en la sala, hombre o mujer, sirviente o caballero, matadlo. Luego buscad a las zorras de Dorne. Matadlas.

El gigante se dio la vuelta y salió. Qyburn dirigió una mirada a Cersei y le sonrió con tristeza, un gesto torcido, feo, pero una sonrisa después de todo.

—Todo está listo —Dijo.

—Bien —Respondió Cersei —Que vuestros espías actúen cuando las puertas del septo se cierren, durante la homilía. Myrcella tendrá una despedida digna de su belleza.

—Todos estarán allí, mi reina. Ser Kevan, Mace Tyrell, su hija la reina Margaery, Pycelle...

—Bien —Respondió Cersei —Ellos me dan igual. Lo único que quiero es proteger a mi hijo, todo el mundo, el resto del mundo no me importa, me resbala como resbala la lluvia por un ala. Mientras tenga a mi niño en mis brazos todo lo demás puede arder en llamas. Id, y tened todo preparado.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora