Capítulo 26

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El eco de la agradable conversación con Santiago aún danzaba en mi memoria, un contraste agridulce con la punzada de incomprensión que Demian había sembrado. Su repentino desplante en el restaurante aún me tenía perpleja. ¿Berrinche? ¿Con qué derecho, si él mismo había tejido una distancia de dos semanas entre nosotros?

El día había transcurrido con la normalidad de una despedida en el aeropuerto, donde ambos habíamos acompañado a los chicos. Luego, su partida hacia una entrevista, un compromiso profesional que no anticipaba ningún cambio en la atmósfera entre nosotros. Pero algo, invisible a mis ojos, se había transformado.

La pantalla de mi móvil se iluminó con la notificación de un mensaje. Un escalofrío recorrió mi espalda al reconocer los caracteres cirílicos. Otra vez. La misma sensación de parálisis, de un hilo invisible tensándose en mi interior.

Я не хочу, чтобы ты был рядом с ним.

El traductor escupió las palabras en mi idioma: "No te quiero cerca de él".

Un torrente de frustración hirvió en mi pecho. ¡Malditos mensajes! Sentía cómo la cordura se tambaleaba al borde del precipicio. Con un movimiento brusco, bloqueé el número, sumándolo a la creciente lista de remitentes anónimos. En algún rincón de mi mente, una fantasía oscura tomaba forma: el encuentro cara a cara con la dueña de estas palabras venenosas. Entonces, sí, entonces le enseñaría una lección imborrable por su imbecilidad.

Al llegar a la oficina, busqué refugio en el familiar abrazo de Kelly, recostando mi cabeza en su hombro como un niño buscando consuelo. El agotamiento me calaba hondo, un cansancio que trascendía lo físico, un peso opresivo sobre mi espíritu. Sentía cómo mi salud mental se desmoronaba silenciosamente, sin que nadie a mi alrededor pareciera notarlo. Una sombra oscura se cernía sobre mis pensamientos: ¿llegaría siquiera a ver el final del año?

El suave murmullo de mis cavilaciones se vio interrumpido por la apertura silenciosa del ascensor. Y allí, imponente en el umbral, estaba Demián.

-A la oficina -soltó con sequedad, pasando a mi lado como una ráfaga de aire frío.

Ignoré su escueta orden, observando su figura alejarse hacia su despacho. No iría. Dos poderosas razones se alzaban como muros infranqueables: su palpable irritación y mi propia furia contenida. Estaba segura de que cualquier intento de conversación degeneraría en una explosión, y yo no estaba dispuesta a sucumbir a un ataque de ira. No hoy.

El cuerpo me dolía con la insistencia de una vieja melodía olvidada. Mis pies clamaban descanso, mis manos temblaban ligeramente y un latido sordo resonaba detrás de mis ojos. Más de una semana de noches en vela comenzaba a pasar factura, una deuda silenciosa que mi cuerpo, tarde o temprano, exigiría. La falta de alimento tampoco ayudaba a apaciguar la creciente sensación de fragilidad.

- Me voy... -murmuró Kelly, levantándose de su silla con una sonrisa dulce y un beso fugaz en mi mejilla-. Suerte con nuestro tedioso jefe.

Inhalé una bocanada de aire, una preparación mental para el encuentro inminente, y me encaminé hacia su oficina. Dos, quizás tres horas habían transcurrido desde aquella orden silenciosa de seguirlo.

-Te dije hace cuatro horas que entraras -su voz, ahora desprovista de calidez, interrumpió el silencio al tiempo que apartaba lentamente un vaso de whisky de sus labios para posar su mirada en mí-. Al parecer, sigues retándome incluso en horas de trabajo.

-Estaba ocupada -mentí, sintiendo el rubor ascender por mis mejillas.

-Te recuerdo que tengo cámaras, y solo te la has pasado viendo el reloj -replicó, con una certeza que me dejó sin argumentos. Era cierto, la ansiedad me había mantenido pendiente del paso implacable del tiempo-. Recuerda quién es el jefe, y si yo te digo que entres, lo haces y ya. No tres horas después, o cuando termines de hacer quién sabe qué.

Quédate.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora