Pasado.

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Jamás debió depositar su confianza en almas tan ruines. La joven de cabellos castaños y ojos de un azul profundo contemplaba a su antigua pareja con una punzada de dolor atravesándole el pecho. Debió demorarse, paladear cada uno de sus estertores finales, grabar en su memoria el eco de su sufrimiento. Pero... su mirada se posó en sus manos, ahora teñidas de un carmesí sombrío, y un escalofrío recorrió su espalda al revivir lo sucedido—. ..., supongo que la muerte no es tan abyecta como la había imaginado.

Con parsimonia, limpió sus manos con el retazo desgarrado que aún pendía de su vestido azul, un vestigio de la inocencia perdida.

—Keityn —Una voz masculina la llamó, y una mano se posó en su brazo justo cuando se disponía a marcharse.

—¡¿Qué quieres, Alexander?! —La frustración tiñó su voz mientras se zafaba bruscamente del agarre.

—¿En qué momento te convertiste en esto? —susurró él, con una mezcla de incredulidad y angustia—. ¡¿Dimeee?! —No deseaba que ella cargara con demonios tan oscuros a una edad tan temprana.

La negrura y la maldad que emanaban de sus ojos lo obligaron a apartar la mirada. Aquella no era Keityn, no era la muchacha alegre y espontánea que había conocido, la que con una sonrisa y un baile vivaz iluminaba cualquier rincón del universo. Esta nueva Keityn era un tormento andante, y no descansaría hasta cumplir la promesa que se había hecho a sí misma.

—Desde que me lo arrebataron —replicó ella con amargura. Anticipándose a las palabras de su ex pareja, se adelantó, hastiada de que otros decidieran su destino—. No me digas que aún me queda un mundo por vivir, porque ya me condené al infierno, y lo peor de todo es que no me arrepiento. Disfruto estar aquí.

Estaba harta de que la vieran como una niña de tan solo dieciocho años que había quedado embarazada prematuramente. Bueno, que había estado, ya que la pequeña vida que florecía en su vientre le había sido cruelmente arrebatada.

—Byron —soltó su ex pareja— Está afuera esperándote.

—Por favor, no hables de esto con nadie —suplicó ella, su voz apenas un hilo.

—Ya no tienes la panza, obviamente se darán cuenta...

—Recuerda que ya no vivo aquí, vivo en Seattle.

—Cuídate, ¿sí?

—No te preocupes por mí, ya estoy bien —mintió con una frialdad escalofriante.

Salió de la ruinosa casa abandonada, desprendiéndose de los restos de su vestido. Del automóvil estacionado en las cercanías emergió Byron, ofreciéndole un vestido nuevo, una peluca y unas gafas oscuras.

—¿Cómo te sientes? —Los ojos azules de su hermano la escrutaban con intensidad, buscando señales del profundo sufrimiento que sabía que la embargaba, midiendo la magnitud de su necesidad.

—Mamá se entera de esto y nos mata —articuló ella, ignorando la pregunta de su hermano, su mente aún nublada por la reciente violencia.

—No tiene por qué enterarse. De hecho, nadie de la familia lo hará. Tengo todo planeado —aseguró Byron con una determinación silenciosa.

—Sabía que eras perfecto —murmuró ella, una sombra de su antigua sonrisa asomando en sus labios.

—Eso lo sé —respondió Byron, acomodando la peluca rubia sobre su cabeza antes de devolverle la sonrisa—. ..., prometo visitarte.





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