CAPÍTULO 40

4.9K 633 884
                                    

YONG
Madrugada del sábado, 23 de octubre de 2021

El pasillo del segundo piso quedó en completo silencio tras el portazo de Hugo.

Alguien ahogó un grito desde el otro extremo del corredor.

Mina estaba ahí, de pie cerca de la escalera, con las manos juntas sobre el pecho y una expresión de horror en el rostro. Lo había escuchado todo. Lo supe por la manera en que sus ojos viajaron de Paola a mí y de la puerta de Silver a la de Hugo. Abrió y cerró la boca un par de veces, como si tuviera la intención de decir algo. Al final, sacudió la cabeza y tomó la decisión más sabía: regresar al primer piso.

La detestaba, tanto como ella nos detestaba a nosotros, y nunca me había arrepentido tanto de un polvo. La excusa que le ofrecí a Silver fue la misma que dio Hugo: «ella se metió en mi cama»; pero en mi caso era mentira. Mina no tuvo que venir a mí, yo fui directo a ella.

—Voy a… —musitó Paola e intentó caminar. Las piernas le fallaron. El nivel de alcohol que llevaba encima era demasiado para coordinarse, y casi se pega la frente contra el suelo.

La atrapé antes de que eso sucediera. La sujeté por la cintura y la ayudé a enderezarse.

No me apetecía hacerlo. De hecho, tocarla me daba asco. Olía a cigarrillo, a ron y a perfume caro, como era usual. Iba en una de sus batas de dormir de seda algo transparentes, descalza y con la cara manchada de lágrimas y sangre.

—Esa zorra no debería quedarse a solas con él —farfulló.

—Zorra eres tú —rebatí. No iba a permitir que alguien con tan poca moral hablara de mi hermana de esa manera.

Ella alzó la mano con intensión de abofetearme. Agarré su muñeca y le bajé el brazo sin mucho esfuerzo. Paola quedó atónita, con los ojos bien abiertos y la respiración errática.

—¿Cómo te atreves?

Rodé los ojos.

Hugo era el único que la soportaba. Debería ser él y no yo el que lidiara con ella.

—¡Suéltame! —chilló cuando la cargué—. ¡Bájame, huérfano de mierda!

—Cállate ya. —Acomodé su cuerpo sobre mi hombro y emprendí la marcha.

—¡No puedes tratarme así! —vociferó, pataleó y golpeó mi espalda—. ¡Soy tu madre!

—Mi madre murió, yo a ti no te conozco de nada.

—¡Bájame, Yong!

—¡Que te calles! —grité, harto de su perorata. Íbamos a media escalera—. Cállate o te suelto.

—No te atreverías… —murmurró, no muy convencida.

—No me pongas a prueba.

Paola se quedó tranquila.

Terminé de bajar la escalera. Crucé el recibidor y seguí hasta la habitación de mis padres. Era la segunda vez que entraba en toda mi vida. La primera fue a los doce años; una noche que vine a buscar a Cristóbal porque Hugo estaba enfermo.

Las cosas habían cambiado. Ahora parecía más un oscuro almacén de botellas de vino vacías, copas sucias y cigarrillos consumidos que un cuarto. La ropa y los zapatos de Paola estaban por doquier, la cama era un nido de perros, la lámpara de la mesilla de noche yacía rota en el suelo y en el clóset abierto no identifiqué los costosos trajes de Cristóbal.

En aquel espacio no había nada de él.

Continué hasta la cama, tanteando entre las botellas y todas las cosas que había tiradas en el piso. Recosté a Paola en la cama, quien enseguida se volteó en dirección a la mesa de noche y hundió la mano en el cajón abierto, sacó una petaca y se empinó.

P de PERDEDORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora