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Marc.

—¿Otro trago? —mi hermano Roger me cuestiona con una mezcla de preocupación y exasperación mientras estamos en la sede después de lidiar con más medios. —Es el quinto del día.

— ¿Y? —respondo con una indiferencia desafiante, mientras sirvo una generosa medida de coñac sobre las rocas en mi oficina.

Roger me observa con una mirada dura, y su voz se eleva en un tono de reprimenda.

—Basta. No te hace bien para tu diabetes y si continúas así llegarás borracho a casa, donde te espera tu hija.

Me quita el vaso con un gesto decidido, y no sé si es el alcohol que ya circula en mi sistema o el enfado acumulado lo que me hace responder con la misma intensidad.

—No es tu problema —le gruño, tratando de recuperar el vaso.

—Claro que es mi problema —me refuta con una mezcla de frustración y cansancio—. Si dejo que te vean como un maldito alcohólico, será yo quien termine limpiando tu mierda como siempre. O peor aún, tendré que visitarte en un maldito hospital por un pico de azúcar o un coma etílico.

Su voz suena como un eco de mis propias preocupaciones. Siento una oleada de desesperación al darme cuenta de que, en parte, tiene razón. Pero mi sufrimiento se siente tan abrumador que la única forma que encuentro de manejarlo es a través del alcohol, a pesar de las consecuencias.

—Lo necesito —alego, mi voz cargada de desesperanza.

—¡Bien, haz lo que quieras! —me espeta, recogiendo sus cosas con brusquedad—. La próxima vez que te veas ilusionado con alguien, te tiraré un ladrillo en la cabeza o algo así a ver si te pasa.

El sarcasmo en su comentario me hace sentir una punzada de culpabilidad, pero lo echo al olvido mientras él se va y me deja solo. Me siento en mi sillón, con la cabeza llena de dolor y frustración, y me empino el trago que raspa mi garganta como una especie de escape temporal.

—Se supone que me deberías ayudar a olvidar a ella —le hablo al vaso con el líquido ámbar que se diluye con los hielos—. No lo contrario.

Cada sorbo se siente como una traición a mi propio bienestar, pero el alivio momentáneo me parece necesario. He tenido que contener el impulso de ir a buscar a Thaile, de enfrentarla y retregarle que es una cobarde, que todo lo que hizo solo ha servido para profundizar el caos en mi vida. Ella y yo compartimos una pasión que solo nosotros entendemos, y la idea de no tenerla me consumir.

De repente, un olor a comida chatarra se filtra en mi oficina desde el pasillo. Hamburguesas, papas fritas y otros manjares que normalmente no me molestan ahora se convierten en una tortura. Mi estómago se revuelca con cada aroma que llega a mis narices, y una oleada de náuseas me invade. Me esfuerzo por mantener la compostura, pero el mareo y el malestar crecen.

— ¿Qué demonios? —murmuro para mí mismo, mientras mi mente comienza a hacer conexiones que no quiero admitir.

Tomo mi teléfono y marco el número del general, con una esperanza que se desinfla rápidamente.

—¿Nada? —le pregunto apenas contesta.

—Lo siento, pero no —responde con frialdad—. No me sorprende, ha sido entrenada para no dejar pista ni huellas.

—Eso o ustedes son unos malditos mentirosos que no quieren decir dónde está —mi voz se quiebra por la frustración.

—Agradezca que no tengo testigos de esto, porque podría encerrarlo por esta falta de respeto a una agencia importante como la ACCIA, pese a su carga —me amenaza con una voz cargada de enojo—. Si quiere noticias de ella, espérelas en los noticieros. Buenas noches, secretario.

Tras de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora