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Thaile.

El dolor en mi cuerpo es casi insoportable, un recordatorio constante de mi deplorable estado físico después de la intensa rutina de ejercicios con el maníaco de Zhang. Me hizo hacer de todo: abdominales, planchas, trepar una soga —un desafío en el que fracasé miserablemente debido a la falta total de fuerzas. Este estúpido parece empeñado en agotarme al máximo.

Casi rendida, me desplomé en la cama con la mente en blanco. Apenas sentí cómo Marc me quitaba los tenis y me arropaba cuando llegó de trabajar, su toque cálido fue lo último que percibí antes de caer en un sueño profundo.

A la mañana siguiente, me despierta una caricia suave en el brazo.

—Chérie, te están esperando... —susurra una voz conocida, y mi cuerpo protesta al salir del sopor.

—Si es ese viejo loco, dile que me perdí en Narnia —murmuro, acurrucándome en la cama con la esperanza de seguir durmiendo.

No pienso volver a soportar su tortura.

—Oye, yo de ti no lo haría esperar... —advierte Marc, pero hago caso omiso y me sumerjo nuevamente en el sueño.

Mi descanso se ve abruptamente interrumpido cuando un vaso de agua fría, con cubos de hielo que salpican, me empapa. Me levanto de un salto, furiosa, y encuentro al hombre que me ha despertado sosteniendo el vaso de vidrio con una expresión impasible.

—¡¿Pero qué te pasa?! —grito, el hielo aún escurriendo por mi piel.

—¡Arriba! —ordena sin mirarme, dándome la espalda. —Si no bajas en cinco minutos, lo próximo será un balde.

Con un resoplido de frustración, me obligo a cambiarme, me pongo mis tenis deportivos y bajo apresurada.

—Toma —me dice el general, extendiendo un termo que huele a chocolate —. Proteína para que rindas más.

Lo tomo de mala gana y me lo bebo en el carro mientras nos dirigimos hacia la Accia.

—¿No tienes a nadie más a quien joder? —le pregunto con sarcasmo, la rabia evidente en mi tono.

—A muchas personas, de hecho —responde él con una expresión imperturbable—. Pero nadie más que tú está tan sumida en esta mierda en la cabeza. Necesito que vuelvas.

—¿Para qué? —replico, mi voz quebrándose con la carga de mis sentimientos —. ¿Para seguir matando? ¿Para que las personas que quiero se alejen y me dejen sola?

No puedo evitar que mi voz se quiebre, una mezcla de angustia y frustración.

—Ay, pobrecita —exclama con una falsa compasión—. ¡A llorarle a tu madre, a mí no!

Le ruedo los ojos y me concentro en la ventana del carro, tratando de bloquear la conversación.

Llegamos directamente al gimnasio de la Accia, donde las colchonetas están preparadas. La rutina comienza de nuevo: caliento en la caminadora y luego paso a los golpes secos.

—¡¿Qué eres?! —pregunta el general, mientras lanzo puñetazos frustrados contra sus manos enguantadas.

—¡Una asesina! —respondo con determinación.

—¡Error! —me grita, su tono autoritario cortando a través de mi furia—. ¡¿Dónde estás?!

—¡Aquí! —arrojo con más fuerza, el agotamiento transformándose en rabia.

—¡No te veo! —insiste él, la presión en su voz incesante—. ¡¿Dónde estás?!

—¡Aquí! —jadeo, mi voz exhausta pero firme.

Tras de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora