Capítulo 49.

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Mis días y mis noches se habían tornado una prisión asfixiante, donde cada instante se sentía pesado y opresivo. Mi rutina se había reducido a la monótona ingesta de medicamentos y a la culminación de aquel vestido que se convertiría en mi ofrenda para la gala benéfica del alcalde. Demián, por su parte, era una sombra constante cuando se encontraba en la casa, velando por cada uno de mis chequeos médicos. A veces, encontraba consuelo en su presencia al despertar, otras veces, su ausencia era un vacío palpable.

A tan solo seis días de que mi hermoso y ambicioso vestido hiciera su gran debut, una punzada de temor me asaltaba sin razón aparente. La incertidumbre de cómo lo recibiría la audiencia sembraba una inquietud nerviosa en mi interior.

-¿Desea algo más? -inquirió Mérida, la enfermera que Demián había dispuesto para mis cuidados, inclinándose cerca del borde de la cama en busca de unas pastillas que se me habían escurrido de las manos.

-No... -respondí, tomando las píldoras y esbozando una leve sonrisa-. Muchas gracias, señorita, puede retirarse.

La verdad era que la constante presencia de personas a mi alrededor se había convertido en un agobio. Mi vida social se había evaporado, reduciéndose a cumplir los designios de otros, o mejor dicho, de Santini y Demián. Anhelaba rebelarme, oponerme a sus normas, pero la fragilidad de mi embarazo me obligaba a acatar sus indicaciones en silencio.

Jamás imaginé doblegar mi voluntad a la de un hombre, hasta que la dulce espera me encontró.

-Mira lo que provocas, pequeño -murmuré, acariciando mi vientre con una sonrisa tenue-. Espero que no crezcas demasiado, no quiero convertirme en una suerte de reptil elegante.

Con lentitud, me levanté de la cama, anhelando la frescura de una ducha. Necesitaba escapar de esa habitación o sentiría cómo la cordura se desvanecía por completo.

Tarareando suavemente una melodía de cuna, comencé a descender las escaleras con cautela. Había obtenido la aprobación de Santini para salir de mi encierro, aunque los Petrov aún me consideraban una amenaza latente fuera de aquella guarida.

Llegué a la cocina, donde dos mujeres de semblante amable cortaban verduras. Al notar mi presencia, sus rostros se iluminaron con una sonrisa cálida.

-¿Desea algo? -preguntó una de ellas con una dulzura genuina.

-No, solo venía por un poco de agua.

-He preparado jugo de frutos rojos, por si desea probar -ofreció la otra mujer.

-Está bien -intenté dirigirme hacia el refrigerador, pero fui detenida en el acto.

-Siéntese, yo se lo busco, señora -dijo la mujer, tomando un vaso y sirviendo el jugo para luego depositarlo delicadamente en mis manos.

Todo aquello me sumía en una profunda perplejidad. Estaba embarazada, sí, pero no aquejada por una enfermedad que justificara aquel trato tan delicado, casi como si fuera de cristal.

-¿Cómo sigue su embarazo? -inquirió la mujer que me había recibido, intentando entablar una conversación.

-Muy bien, gracias a Dios.

-¿Pertenece usted a alguna religión?

-No, solo creo en Dios y con eso me basta.

-Yo no creo en él, ni en nadie -articuló con firmeza.

-Respeto su decisión -respondí con serenidad.

Una punzante curiosidad por conocer las razones de su incredulidad me invadió, pero la repentina aparición de Dania truncó mi interrogatorio, dejándome con la pregunta en los labios.

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