No bien la puerta se cerró, Jean se dejó caer con todo el peso de su cuerpo contra ella. Esa vez, cuando las lágrimas acudieron a sus ojos, no hizo nada para contenerlas. Adiós a los entrenamientos deportivos, a las citas con Todd Barrett, y a las fiestas de quinto año. También al auto. ¡Oh, Dios! ¿Cómo haría para sobrevivir a esa tragedia? Por un minúsculo y estúpido error, su vida estaba terminada.
En la escuela fue horrendo. Jean apretó en el puño el folleto con los horarios del autobús y colocó la mochila en el banco de la parada.
―Por lo menos — pensó, al inspeccionar las calles y comprobar que no había nadie conocido —, logré evitar la humillación de que la mitad de la clase me vea tomando el autobús.
Ese día, si bien no había percibido actitudes groseras o desagradables hacia ella, las miradas compasivas y las sonrisas sarcásticas tampoco le pasaron inadvertidas. Se acomodo en el banco y abrió el folleto azul brillante. Su madre se lo había entregado esa mañana, durante el desayuno, sin olvidarse de la lata pertinente respecto de que el trasporte público nunca había dañado a nadie y de que sin duda llegaría sana y salva a su casa esta noche. Jean sintió impulsos de arrojar el maldito horario a la basura, pero sabía que, en esos días, en cuanto a la relación con sus padres concernía, estaba caminado sobre una cornisa y que habría sido una estupidez irritarlos deliberadamente. Si se comportaba como damita, les decía que si a todo y no les causaba ningún inconveniente, tal vez recuperara su licencia de conducir.
Miró su reloj y frunció el entrecejo. Eran las tres y cuarenta. Esperaba que, quien quiera fuese el encargado de Lavender House, no le diera un lavado de cabeza por haberse demorado un poco. El siguiente autobús para Twin Oaks Boulevard partiría dentro de cinco minutos. Por lo tanto, llegaría a Lavender House alrededor de las cuatro y diez. En teoría, no tendría por qué haber problemas. No pretenderían que tomara el autobús anterior, ¿no? De ese modo tendría que pasar media hora más de lo debido en ese barrio que, a pesar de las afirmaciones de su madre, no ofrecía ninguna seguridad.
Minutos después llegó el autobús. Subió. Entregó un dólar al conductor. El hombre la miró como si hubiera sido una extraterrestre con dos cabezas.
— Tienes que darme el importe justo — indicó.
— ¿Justo? — Notó que se había convertido en el centro de atracción de todos los pasajeros.
— Sí. — Tocó con el dedo un artefacto cuadrado de vidrio y metal que estaba junto a su asiento.
— ¿Qué te pasa, nena? ¿Es la primera vez que tomas un autobús? Coloca sesenta centavos en ese aparato, si es que quieres viajar en mi coche.
Varios pasajeros rieron. Con las mejillas coloradas y ardientes, Jean revolvió en su cartera y extrajo dos monedas de veinticinco y una de diez. Las introdujo en la urna y caminó a toda velocidad por el pasillo; se enredó en sus propios pies por el apuro que tenía.
Ocupó el único asiento vacío que había. Apoyó la mochila sobre su falda y se dedicó a mirar por la ventanilla, tiesa como una estatua. El autobús arrancó. Con profunda amargura, Jean siguió observando la elegante y moderna zona comercial de Landsdale que se veía desde al costado del camino.
Poco después, quedaron atrás las calles limpias, prolijas, y las hermosas mansiones del barrio residencial de la ciudad. A medida que se internaban en la zona norte, las casas iban achicándose; los centro comerciales asumían un aspecto burdo. Cuando tomaron por Twin Oaks Boulevard, Jean se arrepintió de no haber traído un aerosol irritante para defenderse de posibles agresores.