— Yo nunca los oí.
Gabriel se encogió de hombros.
— Entonces eres sorda, porque ese chillido es tan agudo que levanta a los muertos. ¿Habías salido al jardín por alguna razón?
La pregunta la volvió a la realidad de inmediato. Frunció el entrecejo.
— En realidad, sí.
— ¿Vas a decírmela o me darás veinte oportunidades para que adivine?
— Si no te apuras tanto, te lo diré. En verdad, Gabriel, ¿tienes necesidad de ser tan grosero?
— Es un don. Sonrió. De acuerdo, niña. Empecemos. Se puso serio y carraspeó. Bien, Princesa Jean, ¿en qué puedo ayudarla?
La muchacha llevó los ojos al cielo.
— Para empezar, deja de llamarme así.
— Sus deseos son órdenes para mí.
Jean ignoró el sarcasmo. Necesitaba pedirle un favor. Tanto él como su maldita perorata le habían hecho remorder la conciencia. Pero ni loca se lo habría confesado.
— Tengo que pedirte que me prestes otro libro.
Abrió los ojos, sorprendido.
— ¿Te pidieron otro resumen?
— No, es el mismo — admitió de mala gana —. Pero tu hostilidad dio frutos. Casi no pegué ojo anoche. — ¡Demonios! ¿Qué pasaba con ella? Cada vez que abría la boca frente a ese chico decía exactamente lo que no quería decir.
— Es un halago para mí. — Sacó pecho, arrogante. — Es evidente que tengo mucha más influencia sobre ti de la que pensaba.
— Que no se te suba a la cabeza — le aconsejó —. Si consideras mi estado emocional desde que me arrestaron, cualquiera podría influir en mí.
— Te remuerde la conciencia, ¿verdad? — aventuró.
— No seas tonto –respondió ella —. Tengo la conciencia bien limpia. Simplemente, estuve pensando en tus consejos y decidí que, por única vez, tenías razón. Hacer el resumen de un libro que ya leí sería jugar sucio. Además, como ya te dije, estos días me siento muy confundida. Eso es todo.Gabriel la miró un instante.
— Sí, me doy cuenta. Cometes un error estúpido te pescan, y después todos te toman por una ladrona. Debe de haberte afectado, ¿no?
Jean asintió. Así se sentía exactamente.
— Cuando me dijiste que preparar un resumen sobre un libro que ya había leído era hacer trampa… bueno, supongo que se acercó bastante a…
— Robar — terminó por ella, con tono comprensivo.
Jean volvió a asentir con la cabeza; estaba demasiado avergonzada como para hablar.
— De acuerdo — dijo él, con tomo áspero —. ¿Qué quieres que te preste?
— ¿Tienes otros libros de ciencia ficción?
— Es como preguntarle al Papa si tiene agua bendita. — Se puso de pie. Jean notó que tuvo que apoyarse en la mesa para levantarse del banco y no supo si debía ayudarlo. El instinto le indicó que no. Tal vez sería capaz de darle un puñetazo en medio de la nariz si se atrevía a tocarlo.
— Vamos –gruñó —, busquemos en mi biblioteca.
Llegar al cuarto de Gabriel les demandó uno diez minutos. No bien entraron, se dejó caer pesadamente sobre la cama, con la respiración agitada. No tenía buen aspecto. En esa oportunidad, a Jean le importó muy poco si se sentiría o no herido en su orgullo masculino.
— ¿Estás bien?
— Por supuesto que no — rezongó, y tosió —. Si estuviera bien, no me habrían internado en este lugar. — Señaló la biblioteca. — Busca allí. Yo voy a descansar.
Jean se quedó mirándolo un instante y, al ver cómo apretaba las mandíbulas, decidió apartarse. Tenía un botón de llamado junto a su cama. Esperaba que llamase a la enfermera, si necesitaba ayuda de verdad. Ella no podía hacer mucho por él; en esas circunstancias, sus conocimientos le habrían sido tan útiles como los de una niñita de jardín de infantes. Se hincó frente a los libros y lamentó no saber practicar la resucitación cardiopulmonar. Por primera vez en su vida, se arrepintió de no haber hecho ese curso. ¿Y si le daba un ataque al corazón?
Los títulos de los libros se presentaban como un manchón confuso frente a sus ojos; estaba tan concentrada escuchando la respiración de Gabriel que no distinguía la diferencia entre Asimov y una novela de Viaje a las Estrellas. Después de unos minutos, lo oyó suspirar y respirar con más lentitud. Por fin, pareció volver a la normalidad.