Una hora y media después, se dio cuenta de que, al fin y al cabo, no había sido tan terrible como creyó en un primer momento. Enjuagó el lavabo de la habitación de Jamie Brubaker y se quitó los guantes de goma. Al abrir la puerta del baño encontró a Jamie, un paciente con sida, descansando muy tranquilo. Momentos antes, luego de una conversación de diez minutos con él, había decidido que era una persona muy interesante. Antes de enfermarse, se desempeñaba como piloto en una aerolínea.
Sin embargo, se alegró de que estuviera dormido. Pobre. Hasta una breve charla lo agotaba.
Una vez fuera, colocó el balde con los artículos de limpieza en el carro y tachó la habitación. Sólo le quedaban dos y luego podría bajar para preparar las bandejas con la cena. Esa tarea le gustaba. Por lo menos, mientras acomodaba los platos y envolvía cubiertos tenía alguien con quien hablar. Empujó el carro por el pasillo y frunció el entrecejo al notar que el próximo baño que le tocaba era el de Gabriel. Tal como le habían indicado, golpeó suavemente la puerta y luego asomó la cabeza. Le habían dicho que, si los pacientes estaban durmiendo, no tenía que molestarlos a menos que fuera estrictamente necesario.
Gabriel estaba sentado junto a la ventana.
― Pasa ― le dijo, en voz baja.
― Vengo a limpiar tu cuarto ― explicó.
― Adelante. ― Le sonrió con simpatía.
Jean apoyó el balde con sus cosas en el piso y comenzó a cerrar la puerta.
― Déjala abierta ― indicó Gabriel.
Jean alzó la cabeza y lo vio de pie afuera.
― ¿Por qué? ― le preguntó ―. ¿Te espanta verme refregando lavabos?
― Lavabos no ― corrigió, apoyado contra el marco ―. Inodoros.
― Muy gracioso. ― Estuvo tentada de cerrarle la puerta en la nariz, pero lo cierto era que se alegraba de tener alguien con quien conversar. ― ¿Por qué no estás en la cama?
― Porque no estoy cansado. Y necesito compañía. Hasta la tuya me vendría bien.
― Muchas gracias. ― Roció la bañera con un producto de limpieza. ― Debes de estar muy desesperado para sentir necesidad de hablar conmigo. ― Experimentó una repentina irritación. De acuerdo, puede que ella estuviera en mejores condiciones que él y tampoco trabajaba allí porque era generosa, pero eso no le daba derecho de ser tan… tan… despectivo. ― ¿Qué pasa? ¿No tienes amigos?
Gabriel se rió y apartó un mechón de pelo de sus ojos. El gesto atrajo la mirada de Jean a sus manos y brazos. Eran tan delgados, que parecían piel y hueso; las venas de las manos se marcaban claramente en su piel morena. La irritación de Jean desapareció al ver la enfermedad. Habría apostado su mensualidad entera a que debajo del conjunto deportivo de algodón que llevaba puesto, el resto de su cuerpo estaría igualmente arruinado.