― La mayoría de mis amigos viven en Los Ángeles. Y a diferencia de los tuyos, papi no les regaló un auto para su decimoséptimo cumpleaños.
― Es bueno que te enteres de que yo viajo en autobús ― refunfuño Jean, despidiéndose de su compasión.
― Sí, pero apuesto a que tienes un auto.
Ella cerró la boca y colocó el trapo de limpieza debajo del grifo. Moribundo o no, era un idiota. Si tenía o no razón, era tema aparte. Claro que tenía auto. ¿Y con eso qué? ¿Acaso tenía que sentirse culpable porque sus padres trabajaban mucho y le regalaban cosas bonitas?
― Lo tienes, ¿verdad? ― continúo él ― -. ¿Qué marca es? ¿Un llamativo convertible, un juguete que cuesta mucho dinero y que papi no quiere que traigas a un barrio como éste?
― No es un convertible ― contestó ella. Abrió el grifo y enjuagó con abundante agua los bordes de la bañera. ― Es un auto chico.
― ¿Entonces por qué vienes en el autobús?
Tuve intenciones de decirle que no quería traerlo a ese barrio humilde por lo que él había conjeturado, pero, para su asombro, no le pareció bien mentirle.
― Cuando me arrestaron, mis padres me quitaron la licencia.
― Un golpe bajo, ¿eh? ― murmuró, aunque Jean supo que no sentía ninguna pena por ella ―. Por lo menos, la recuperarás cuando hayas cumplido tu condena. A propósito, ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
― Tengo que cumplir trescientas horas de servicio comunitarios ― contestó, mientras se levantaba del piso ―. A razón de veinte horas por semana, saca la cuenta. Si necesitas ayuda, puedo prestarte la calculadora que tengo en mi mochila.
― Puedes guardártela. Siempre he tenido diez de promedio en matemáticas ― le contestó. Volvió a reírse.
Ella se sorprendió.
― ¿De veras?
― Por supuesto ― repuso, orgulloso ―. ¿Qué pensabas? ¿Que los que tenemos nombres latinos sólo servimos para atacar a la gente en patota y manejar cascajos?
― Yo no dije eso ― se defendió, molesta porque él estaba acusándola de encasillar a las personas en estereotipos racistas.
― ¿Entonces por qué te sorprendieron mis calificaciones?
― Porque sí, eso es todo. ― Gabriel estaba incomodándola. Jean estaba asombrada de sí misma. Nunca se había creído prejuiciosa. Pero si así era, ¿por qué se había asombrado tanto al enterarse de sus calificaciones?
― De acuerdo ― admitió él, cauteloso ―. Tal vez no me creías un rufián violador de mujeres.
― Y tal vez yo no debí sorprenderme tanto ― concedió ella. Por alguna extraña razón, se sentía obligada a ser honesta con ese chico. ― De todas maneras, lamento haberte ofendido.
― No te preocupes. Yo tampoco debí haberte atacado de inmediato. Supongo que soy un poco sensible en cuanto a los sajones. Para que sepas, toda mi vida he sido un alumno de diez. Me otorgaron una beca para la universidad. ― Se encogió de hombros y concentró su atención en las cerámicas del piso. ― Por supuesto, jamás llegaré a usarla.
Jean lo miró fijo. No sabía qué decir. Sí bien Gabriel no era santo de su devoción, en ese momento le inspiraba una profunda tristeza. Una beca completa y jamás tendría oportunidad de poner un pie en la universidad. Recordó su modesto seis cincuenta de promedio y la insistencia de sus padres para que lo levantara. Dios, que injusto. Idiota o no, Gabriel Mendoza se había quemado las pestañas para ingresar a la universidad. Nadie tenía esas calificaciones si no se mataba estudiando.