Pasó media hora colaborando con Polly en la tarea de cambiar toallas sucias por limpias y conocer a la mayoría de los residentes. Había doce internos en total, en Lavander House, y todos ellos tenían algo en común; se estaban muriendo.
Polly la llevó abajo, asomó la cabeza en el despacho de la señora Drake y le informó que presentaría a Jean a la enfermera. Lavander House contaba con una enfermera matriculada durante las veinticuatro horas del día. Tenía que haber una persona que se encargara del suministro de medicamentos, que no eran drogas convencionales, de las que mejoran a la gente, sino aquellas sirven para ayudarlos a soportar el dolor.
Después de eso, Jean armó las bandejas para la cena con la señora Thomas. Durante la tarea, se enteró de que la cocinera tenía dos hijos grandes. La hija estudiaba abogacía, y el hijo, ingeniería electrónica.
El tiempo pasó tan rápido que Polly tuvo que entrar en la cocina y recordarle que ya era hora de irse. Jean recogió de inmediato sus cosas y corrió hacia la parada de autobús.
Durante el trayecto de regreso a casa, comenzó a orquestar todo. La conversación que había mantenido con Todd le sirvió de puntapié inicial. Tenía que haber un modo de salir de esa situación, para no tener que volver nunca más a ese sitio. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del autobús. La noche se cernía rápidamente sobre la ciudad. Las luces ya se habían encendido y el tráfico estaba pesado.
Bajó donde correspondía y fue corriendo hasta su casa.Apartó el arroz y los langostinos hacia el borde del plato. No porque no le gustaran — ¡le encantaban! —, sino porque quería que sus padres notaran un deterioro en su apetito.
— Será mejor que te apures, Jean — sugirió su madre, mientras se servía otro pancito —, Tienes tarea que hacer.
— Ya terminé. — Corrió la silla hacia atrás y se puso de pie.
— No has comido mucho — señaló el padre, que levantó la vista de su plato para mirar el de ella —Mira cuánto desperdicio. ¿Comiste alguna cosa que te echó a perder el apetito?
— No, no probé bocado desde el almuerzo, salvo una gaseosa. Simplemente, no tengo hambre —contestó, cuidándose muy bien de mantener su postura indiferente.
— No te preocupes por ella, Gerald, — dijo la madre. Dirigió una mira de exasperación a su marido. — Tiene una salud de hierro.
— De acuerdo, si tú lo dices. Pero sigo sosteniendo que debería comer un poco más. — Gerald McNab miró a su hija. Era un cuarentón regordete, de cabellos oscuros salpicados de plata, ojos castaños y cejas espesas. — ¿Qué tal el geriátrico? — preguntó con el aire cordial.
Jean se encogió de hombros. Tenía que ser muy, pero muy cauta en ese punto. Sus padres seguían muy enfadados con ella. Si pretendía comprar su compasión y lograr que el viejo ―papi moviera algunos hilos por ella, tenía que interpretar su papel a la perfección.
— Bien. — Le obsequió una cálida sonrisa — Es un poco triste. — Los hogares para ancianos por lo general son así — comentó él abiertamente. Introdujo otro bocado de langostinos en su boca.
Jean vaciló. Tuvo el presentimiento de que no era el momento indicado para informarles que Lavander House no era un hogar para ancianos, en realidad. Con el humor que tenían en esos momentos, lo más probable era que pensaran que cumplir los servicios comunitarios en un hogar para enfermos terminales era justamente lo que ella se merecía. No. Se aguardaría ese as del triunfo bajo la manga para cuando estuvieran de mejor talante.
Jean siguió jugueteando unos minutos más con la comida y su frustración se intensificó. Los padres charlaban de sus cosas, al parecer, indiferentes a la tristeza y depresión que ella estaba viviendo. Demonios. Bueno… tendría que afinar la puntería.