― Anda, gallina, te prometo que no habrá partidas de póquer ― gritó Gaby desde arriba.
― Está bien. Déjame guardar mis cosas, primero.
Se apresuró a colocar el paraguas y la mochila en su lugar. La relación que mantenía con ese muchacho era extraña. Muy extraña. Él seguía llamándola Princesa y volviéndola loca, pero de todas maneras ella le brindaba lo mejor de si, y, además, notó que cada vez que llegaba a su lugar se trabajo, Gabriel se las ingeniaba para merodear por la entrada. Mientras subía las escaleras, una sonrisa cautelosa se dibujaba en sus labios. Rayos. Incluso llegó al punto de venir un domingo a traerle otra caja de libros y galletas caseras con trocitos de chocolate. Lo único que no le confesó era que se había quedado media noche del sábado en vela, horneándole las malditas galletas. No quería que se agrandara demasiado. Entre el hogar, Nathan, su tarea, la escuela y Gabriel, podía decirse que había olvidado los rostros de sus viejos amigos.
― Vamos, sal tú primero ― bramó Gaby.
― ¡Oye! ¿A qué viene tanta prisa? ― protestó ella ―. No tenemos que ir a ninguna parte.
― Por supuesto que si ― la corrigió. Le sonreía con picardía mientras subía los últimos escalones. ― Tal vez pare.
― ¿Qué cosa tal vez pare?
― La lluvia.
― Gabriel ― le dijo con paciencia, siempre siguiéndolo ―. Otra vez te equivocas. Necesitamos que pare. Mañana a la noche habrá una exposición y serie muy triste que a nuestros adinerados visitantes se les mojaran las chequeras, ¿no crees?
El río y abrió una puerta estrecha que había al final del corredor.
― No te preocupes, Princesa. Con solo mirarme a mí y a los otros patéticos habitantes de este rejunte, el dinero correrá como pan caliente.
Jean quedó boquiabierta, pero como era imposible ver su rostro, no pudo determinar si estaba bromeando o no. Ya había empezado a subir algunos escalones.
― Vamos, tortuga. Te lo vas a perder.
― ¿Qué? ― preguntó, mientras escalaba los peldaños que daban al ático. Gabriel estaba de buen humor ese día. Lo de “patéticos habitantes” había sido un claro ejemplo.
Se puso de pie junto a una ventana, dándole la espalda. Sin decir una palabra, le hizo un gesto para que se acercara.
― Ven. Mira.
Jean obedeció. Comenzó a mirar por la ventana, y desde lo alto del edificio de cuatro pisos había una vista fabulosa. O habría sido fabulosa si no hubiera estado sumida en las sombras.
― ¿Qué?
― Twin Oaks Boulevard ― murmuró ―. Vamos, mira a fondo. Observa cuanto neón hay allí abajo.
― Si, veo.
― Ahora mira la calle. ¿Ves como los colores se separan, se reúnen y se reflejan en una decena de formas diferentes? ― agregó Gaby.
Jean apoyó la cabeza en la ventana, tocando el vidrio con la nariz para concentrarse en la calle. Desde el hogar hacia el sur, había unos seis letreros luminosos. El rojo furioso de Hanrahan’s Bar and Grill, el amarillo estridente de Ernestine’s Checks Cashed, el de rayas azules y blancas de The All Night, All Right Quick Mart, y el verde brillante de Chinese Restaurant, todos se confundían sobre la calle mojada en una masa de flotantes corrientes policromas. Jean observaba cada vez con mayor interés; no podía creer que nunca hubiera reparado en lo bello que era el reflejo del neón en la lluvia.
― Es maravilloso ― comentó ―. Convierte una calle insulsa en algo mágico… ― Se interrumpió por temor a seguir adelante con una cursilería. Pero Gabriel no se rió.
Robó una mirada en dirección a el y notó que también contemplaba la calle. Tenía un brillo especial en los ojos y una sonrisa en los labios. A la tenue luz del ático, Jean observó cuan delgado estaba su rostro: la piel parecía estirada al máximo sobre los huesos, y tenía la boca quebrada en líneas de dolor.
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