― Pero si hacemos eso, yo tendría que cargar con los libros hasta el colegio ― señaló ―. Además, la caja es tan grande que no entra en el armario del colegio.
― Podríamos pasar por tu casa y recogerlos dijo él.
Ahora si que estaba muerta de miedo. Maldición. Sabía que, si Nathan iba a su casa, mamá Eileen lo echaría todo a perder.
― Gracias de todas maneras ― le dijo ―, pero lo cierto es que mamá quiero conocer Lavender House. Nunca ha estado allí.
― De acuerdo ― dijo él ―. ¿Te veo en el bar mañana?
― Claro. ¿No quieres echar un vistazo a los libros?
Nathan se río.
― Bueno, me gustaría verte todos los días. Hizo una pausa. ¿Tienes planes para el sábado a la noche?
― Eh… yo… ― ¡Santo Dios, Nathan estaba a punto de invitarla a salir y ella seguía castigada!
Pero tenía que haber una manera. Se devanó los sesos tratando de recordar si su madre había mencionado algo respecto de que tenía que salir con su padre ese día. ― En realidad, no.
― ¿Te gustaría ir al cine? ― preguntó.
Jean inspiró profundamente. Tenía que haber una manera. La encontraría aunque fuese el último que hiciera en su vida. Si sus padres se apiadaban de ella y le levantaban el castigo… Si se negaba, tal vez nunca más la invitara a salir.
― Me encantaría.
― Estupendo. ¿Te gustan las películas extranjeras?
― Nunca vi ninguna ― reconoció ―. No, espera. Sí, una película francesa por cable, la semana pasada, ¿Por qué?
― Porque dan dos películas en el Art Cinema de Ventura y pensé que tal vez te gustara verlas. Ambas son francesas. Soy una especie de fanático de las películas extrajeras ― agregó con cautela ―. Pero si te aburren, podemos ir a otra parte.
Jean estaba en el mejor de los mundos. Habría sido capaz de aguantarse un documental sobre el ciclo vital de los helechos con tal de estar con Nathan.
― No es mala idea. Me gustaría ver qué tal son las películas francesas.
Conversaron un rato más y luego cortaron. Jean se quedó con la vista clavada en el teléfono, pensando en el modo más efectivo de hablar con sus padres.
En aparato volvió a sonar. Tanto la sorprendió la llamada, que se sobresaltó. Esta vez era Jennifer.
Durante diez minutos tuvo que soportarla cotorreando sobre las prácticas deportivas y Todd.
― Qué pena que sigas castigada ― le dijo, aunque su voz no fue compasiva ni nada que se le pareciera ― El sábado por la noche hay una fiesta en casa de Todd.
― Está bien ― respondió Jean ―. Tengo otros planes.
― Oh. ― Jennifer hizo una pausa. ― Entonces, si tienes otros planes, dudo que tengas interés en ir a la casa de Todd.
Jean supuso que a Nathan no le habría gustado en absoluto hacer sociales con una chica tan frívola como ella.
― Te agradezco de todas maneras, pero estoy ocupada.
― ¿En qué? –preguntó con suspicacia.
Jean se dio cuenta de que su amiga no le creía. Habría apostado a que creía que se pasaría toda la noche encerrada en su casa, mirando la televisión.
― Tengo que salir con un chico.
― ¿Con quién?
― Se llama Nathan.
― Nathan ― murmuró Jennifer ―. No conozco a nadie de ese nombre.
― ¿Y por qué tendrías que conocerlo? ― dijo Jean ―. Es un estudiante universitario y para el sábado a la noche me invitó al Art Cinema de Ventura.
― Art Cinema ― bramó Jen ―. ¿Te refieres a ese cine que pasa esas películas tan raras?
― No son raras, sino extranjeras. Voy a ver unas francesas.
― Puáj.
― ¿Cómo sabes que son puáj? ― Se enfadó Jean ―. ¿Alguna vez viste alguna? ―
Sabía que era inútil discutir con Jennifer. Antes de admitir que estaba equivocada, prefería cortarse la lengua. De pronto, se dio cuenta de lo poco que les quedaba en común. El descubrimiento fue impactante. Y como si eso no hubiera bastado, comprendió que durante todos esos años de amistad, también había existido rivalidad entre las dos. Si ella se compraba un vestido nuevo, Jennifer no mezquinaba ni un céntimo y aparecía con un conjunto exclusivo. Incluso Todd. A Jennifer nunca le había gustado mucho, hasta que él invitó a salir a Jean. Nunca había reparado en eso ahora. No entendía cómo había podido mantener una amistad con alguien que no terminaba de simpatizarle y que, obviamente, sentía lo mismo por ella. Era una locura total.
― La verdad, no ― admitió Jennifer de mala gana ―. Pero no necesitas experimentar una cosa para saber que no te gustará. No necesito arrojarme de un avión en un paracaídas para saber que no me gusta el vértigo.