La señora Drake le prestó un paraguas y Jean salió al porche de la entrada. El agua golpeaba sin cesar cuando cruzó la calle para ir a la parada del autobús. Se le empaparon los pies al saltar el río de agua que corría por la zanja. Permaneció de pie en la parada del autobús, mirando la calle a través de la bendita oscuridad. Con los ojos llenos de lágrimas, contemplo los reflejos mojados de los carteles de neón. Fluidos azules y rojos, dorados y verdes parecían desplazarse y confundirse en un ágil torbellino de color mientras la lluvia y el viento azotaban el pavimento. Se concentro en el camino y experimento una sensación de paz que serenaba sus nervios. Una ráfaga de aire helado le traspaso su fina chaqueta. La lluvia caía como cataratas y abofeteaba la parte posterior de sus jeans. Pero ella ni se movió. No podía. La exótica belleza del neón en la lluvia la mantuvo clavada al piso.
Un auto se detuvo a su lado, Jean parpadeó.
— Hola. — El conductor bajo la ventanilla correspondiente a la puerta del acompañante. Era Nathan . — Sube. Te llevo a tu casa.
Vacilo. No confiaba en su valentía para enfrentarlo en ese momento.
— Apresúrate. Te estás empapando.
Aceptó.
—Hola — murmuro.
— Hola — respondió él, con la vista fija en el camino.
Ninguno de los dos habló mientras se alejaban de la calle y pasaban a formar parte del grueso del tráfico. Dentro del auto estaba oscuro y a Jean eso le vino de perillas.
— Te agradezco que te hayas detenido para llevarme — comento ella por fin.
— No hay problema — dijo él, todavía concentrado en la conducción del vehículo —. De todas maneras, iba para allá.
Recorrieron Twin Oaks Boulevard en un silencio tan tenso que el aire parecía cortarse. Jean estaba tiesa, con los ojos clavados en la ventanilla.
— ¿Y? — La voz de Nathan sonó normal. — ¿Cómo va todo?
— Bien. ¿Y tus cosas?
— No me quejo — respondió, encogiéndose de hombros.La chica estaba demasiado cansada como para hablar de tonterías, exhausta como para intentar un último esfuerzo. Por mucho que Nathan le gustara, el paso siguiente le correspondía a él. No se engañaba: solo se había ofrecido a llevarla como un acto de gentileza. No había una segunda lectura. La confrontación con Gabriel había dejado una moraleja: era una estupidez no enfrentar los verdaderos sentimientos. Entrecerró los ojos, tratando de ordenar un poco sus emociones. Para su asombro, descubrió que estaba furiosa. Nathan se había comportado como un idiota. Y tampoco la llamo.
Él se coloco en el carril izquierdo y doblo en MacGower Road. El tráfico estaba mucho más pesado allí.
— Oh, Jean — empezó —, con respecto a lo que sucedió entre nosotros…
— Mejor no toquemos ese tema —lo interrumpió ella con cortesía. Enojada o no, no tenía sentido seguir con el mismo asunto. Seguramente el pensaría que su conducta estaba justificada. Si él no notaba por las suyas lo mezquina que había sido su actitud, no cambiaria de opinión solo porque ella se lo dijera. — No vale la pena. Lo pasado, pisado.
— Sí, bueno, la verdad es que debí haberte llamado.
— No importa.
— ¿Seguirás trabajando en el hogar mucho tiempo más? — le preguntó. La miró de reojo y luego siguió con la vista fija en el pavimento resbaloso.
— Si, todavía me quedan bastantes horas por cumplir — respondió —. Además, me gusta trabajar allí. Creo que, cuando termine mi sentencia, les pediré que me permitan quedarme.— ¿Sabes? No hay motivo para que dejes de ir al bar — comento —. Sé que te gustaba venir a tomar una Coca antes de empezar tu turno. Henry y otros clientes habituales preguntaron por ti.
— Tal vez vaya — dijo, sin comprometerse. Ese viaje se estaba convirtiendo en una tortura. Era obvio que Nathan se sentía incomodo, avergonzado.
Lo que una vez hubo entre ellos había terminado. Estaba muerto y enterrado. Lo único que Jean deseaba en ese momento era llegar a su casa, meterse en la cama y lamerse las heridas. ¿Por qué no habría llegado el maldito autobús antes que Nathan?
No volvieron a hablar hasta que llegaron a la calle donde ella vivía. Pero él, en lugar de detenerse frente a la casa, siguió de largo y paró exactamente en el mismo lugar donde se habían peleado.
— Oye — preguntó ella —, ¿qué quieres hacer?
Apagó el motor y la miró.
— Quiero hablar contigo.
De pronto, la ira de la muchacha superó el límite de lo tolerable. Ya no pudo tragarse nada más. ¿Quién se creía que era? ¿Qué pretendería ahora? ¿Darle una lata de media hora, echándole en cara lo bruja y vil que era? Puede ser que hubiera cometido un error en su vida, pero estaba pagándolo. Él fue un idiota.
— ¿Para qué? ¿Tienes algún otro comentario interesante sobre mi persona? Pues guárdatelo. Y si es el mismo, no quiero volver a oírlo. Fuiste muy claro hace dos semanas. — Tanteo en busca del picaporte de la puerta.
— Jean, espera.
Se detuvo y se volvió para mirarlo.
— ¿Para qué? ¿Para que sigas insultándome?
— Lo lamento — dijo por fin —. Sé que me porte como un cretino.
— Cierto.
Con la pálida luz de la calle, Jean alcanzo a ver una sonrisa en sus labios.