Ella asistió y siguió caminando hacia la parte de atrás del bar. Por lo menos. Nathan todavía estaba dispuesto hablar con ella. Ocupó un reservado, volvió a respirar hondo y esperó.
Nathan apoyó la taza sobre la mesa y se sentó frente a Jean.
— Bien — Comenzó —. Supongo que vienes por dos razones: para mandarme al infierno o para empezar a ser honesta conmigo. ¿De cuál de las dos se trata?
— Siempre vas al grano, ¿No? — Levantó la pesada taza y bebió un sorbo. No por quisiera tomar café, en realidad, sino porque ello demoraría unos segundos más su obligación de enfrentarlo
— ¿De qué trata? — repitió.
— He venido para empezar a ser honesta — con esto ella, miro la mesa—. No quiero que nos separemos.
Nathan suspiró aliviado.
— Bien. Significas mucho para mí, Jean. No quería echar a perder nuestra relación.
— ¿Qué quisiste decir ayer? — por fin tuvo el coraje de mirarlo. — ¿Con eso de que no me he resignado a la muerte de Gabriel?
— Exactamente eso — respondió, con una sonrisa tierna —. Parte de ti, todavía está furiosa por su muerte y no te permites reconocer esos sentimientos. Y te tienen atrapada.
— Así es como me siento — admitió —. Con ganas de agarrar a patadas a alguien o algo, sólo que no encuentro a nadie que se merezca ese trato. No tiene sentido tanto enojo. ¿Con quién tengo que irritarme? ¿Con Dios? ¿Con los médicos? ¿Con el destino? ¿Con el universo? ¿De qué me serviría?
— la cuestión es determinar con quien estás enojada — insistió con discreción —. ¿Todavía no lo has descubierto?
Jean bajó la vista de nuevo. Las lágrimas acudieron a sus ojos y el corazón palpitaba con violencia contra su pecho. No quería admitirlo. No, quería decirlo en voz alta, pero, si no lo hacía, se ahogaría en su propio veneno.
— Si — murmuró —. Creo que sí. Estoy enojada con él.
— ¿Con quién? — Nathan no le daba tregua. — ¿Con quién estas enojada? Dilo, Jean. Sácalo de tu interior para que puedas seguir adelante con tu vida.
Apretó con fuerza los puños. Una nebulosa encarnada envolvió en un torbellino que giraba a la velocidad de la luz: lágrimas calientes bañaron su rostro.
— Con Gabriel. Oh, Dios. Estoy tan enojada con él que siento ganas de gritar. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo pudo morir así? Ni siquiera lo intentó. — Se cubrió el rostro con las manos y lloró en silencio.
Nathan permaneció callado. Pero, después de unos minutos, Jean sintió su mano acariciarle suavemente la cabeza. Dejo que las lágrimas brotaran de sus ojos y, a medida que rodaban, sintió que parte del dolor, de la ira y de la angustia se disipaban.
— Vayamos al fondo — Sugirió Nathan. Se puso de pie y la llevó a una pequeña habitación auxiliar de la cocina. La atrajo hacia sí y la abrazó con todas sus fuerzas, para que siguiera llorando contra su pecho.
— Saca todo a la luz. Que no quede nada dentro de ti.
— ¿Por qué me siento así? — Preguntó — Gaby no quería morir.
— Por supuesto que no — confirmó Nathan — nadie quiere morir a su edad. Pero también es natural que estés enojada con él. Yo me sentí como tú cuando murió mi padre. Estaba furioso porque nos había abandonado... Demonios, Jean, es absurdo lo sé. Pero eso no significa que los sentimientos no son reales. ¿Quién dijo que los seres humanos éramos seres racionales?
La muchacha se apartó de él y le sonrió.
— Yo no lo soy. Durante todos estos meses estuve tan furiosa con Gabriel que tenía ganas de gritar, aunque sabía que era un sentimiento estúpido. Gabriel era la última persona en este mundo que hubiera deseado morir. Amaba la vida.
Nathan la estudió un momento.
— ¿Te sientes mejor?
Le pareció extraño, pero se sentía mejor. Por primera vez en semanas, no tenía ese horrendo nudo que le oprimía el pecho.
— Sí, creo que sí.
Jean no supo si fue su charla con Nathan o simplemente el destino lo que la hizo tomar el periódico esa tarde. La señora Thomas, por supuesto juró y re juró que fue obra de Dios.
Estaba en la cocina preparando las bandejas con la cena. No bien terminó de envolver el último juego de cubiertos en la servilleta, se sirvió una taza de café tomó el periódico.