— Creo que Karen, Connie o algo por el estilo. — Miró a Jean, estudiándola en silencio. — Me alegra que tú y Gabriel hayan hecho buenas migas, sólo Dios sabe cuánto necesita tener alguien a quien aferrarse. Pero no quiero que olvides algo muy importante.
— ¿Qué? — Jean la observó con cautela. Si estaba por endilgarle uno de esos plomazos respecto de que ella y Gabriel pertenecían a núcleos sociales totalmente distintos, podía ahorrar saliva. Su interés por Gabriel Mendoza solo era platónico.
— Gabriel está por morir.
— Ya lo sé.
— ¿De veras? — La directora sonrió con tristeza. — Lo dudo.
— Por supuesto que lo sé — insistió Jean —. Esto es un hogar para enfermos terminales.
— Correcto. Por lo tanto, no habrá transplantes de corazón ni posibles milagros. Pronto Gabriel ya no estará entre nosotros. Sólo quiero que lo comprendas. — Se volvió y se alejó por el pasillo.
— Señora Drake — la llamó Jean —. ¿Cuánto tiempo le queda? — Sabía que ya había hecho esa pregunta, pero quizás… A lo mejor, en esta ocasión recibía una respuesta que le gustara un poco más.
La directora se detuvo pero no se volvió para mirarla.
— No lo sabemos. Una semana, un mes, dos meses. Ciertas cosas, Jean, quedan simple y sencillamente en manos de Dios.
Jean archivó las palabras de la señora Drake en un rincón de su memoria. Se convenció de que no tenía sentido machacar sobre algo que no podía cambiar. Estaba buscando una caja de libros en el interior de su guardarropa, cuando sus dedos rozaron un cartón. Tiró de la caja y abrió las tapas.
Sonrió satisfecha. Desde el verano anterior no veía su colección de libros de ciencia ficción. Empezó a revolver entre los volúmenes, buscando algo que pudiera interesar á Gabriel. Descartó dos de ellos, de Philip K. Dick, media docena de novelas de Viaje a las Estrellas y varios títulos de Harrison, hasta que encontró lo que buscaba.
Sonó el teléfono. Como pudo, Jean se puso de pie y tomó el auricular.
— Hola.
— Hola, Jean. Habla Nathan.
— Nathan, ¿qué tal?
―Tranquila, Jean, tranquila. No querrás espantarlo, ¿verdad?‖
— No tuvimos mucho tiempo para conversar hoy — continuó él —. Y quería saber cómo iban tus cosas.
— Oh, bien. — Se apartó un mechón de pelo de la cara. — Aunque ahora estoy en una nube de polvo. Acabo de sacar unos libros viejos de mi armario. — La frase sonó patética. — Yo… pensaba llevarlos a Lavender House.
— ¿De qué tipo?
— ¿Qué cosa de qué tipo?
— Los libros. ¿De qué género son?
— Ciencia ficción. — Esperó algún comentario despectivo.
— ¿Tienes alguno de Robert Heinlein? — preguntó él, entusiasmado.
Jean sonrió. Gracias a Dios, Nathan era un amante de la lectura.
― No. No me gusta mucho ese autor, pero tengo algunos de Harrison, de Asimov y muchos otros. Te los llevaré al bar antes de dejarlos en el hogar. Puedes verlos y quedarte con los que quieras. Cuando los termines, los llevaré a Lavender House, ¿de acuerdo?
― Fantástico. ¿Cómo los llevarás? No pensarás cargar semejante caja en el autobús, ¿no? La sonrisa de Jean se esfumó.
― Iba a pedirle a mamá q me llevara. Mañana no trabaja. ― Era la verdad. Había planeado pedir a su madre que la llevara a su trabajo, con la caja incluida. Todo formaba parte de la campaña para lograr que sus padres desistieran de su intención de transferirla a otro lugar.
― ¿Qué tal si yo paso a buscarte? ― Sugirió Nathan ―. Mañana mi madre me prestara su auto. Podría pasar por el colegio y llevarte al hogar.
El pánico se apoderó de Jean. No había nada en el mundo que deseara mas que aceptar, pero no podía arriesgarse a que él estuviera cerca de cualquier persona enterada de que la habían arrestado y que estaba cumpliendo servicio comunitario. Su adorada amiga Jennifer no se perdería semejante ocasión.
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