― ¿Pero cómo puedes aceptarlo? ― De pronto se sintió presa de ira. Contra él, contra el universo, contra la vida, contra todo. ― Eres tan talentoso. Tienes tanto para dar. ¡Un artista brillante! Con tu inteligencia podrías contribuir mucho en este mundo.
― ¿Quieres decir por qué me tocó a mi y no a un cabeza hueca que no tiene nada para ofrecer? ― Parecía divertido.
― A eso mismo me refiero ― gruño Jean ―. Me parece que hay mucha gente despreciable, egoísta hasta decir basta, que no hace otra cosa en este mundo más que ocupar espacio. Algunos viven hasta los cien años y su único aporte es el dolor y la miseria…
Gabriel detuvo el torbellino de palabras colocándole un dedo sobre los labios.
― Basta, Princesa. Una de las cosas que he aprendido es que ninguno de nosotros tiene derecho a juzgar al otro por lo que aporta al mundo. ― Sacó el dedo, se acercó a ella y la besó.
Jean se quedó perpleja. Correspondió el beso.
Se separaron y permanecieron mirándose uno al otro. Fue el quien rompió primero el silencio.
― No debí hacer eso ― dijo el ―. Pero hacia mucho que quería besarte. Desde la primera vez que te vi.
― Yo estoy saliendo con alguien, por decirlo de algún modo ― admitió Jean de mala gana ― y no debí corresponderte el beso.
― No te asustes, Princesa. Sólo fue un beso de amigos.
― ¿Todavía piensas en tu novia? ― No término de hacer la pregunta, que ya se había arrepentido.
Pero, al parecer, a Gabriel no le importó la pregunta.
― ¿En Connie? Claro que si. Estaba loco por ella.
― ¿Cómo pudo hacerte esto, Gaby? ― Cerró los puños con fuerza. ― ¿Cómo pudo volver la espalda a un chico que está…?
― ¿Muriéndose? ― concluyó por ella
Jean clavó la vista en el piso, avergonzada por su estallido. No era un asunto de ella. No tenía derecho a hurgar en su pasado, que, por cierto, habría sido una experiencia dolorosa, amarga. Un plantón es desagradable de por si cuando estamos sanos; ¡ni que hablar cuando la muerte está llamándonos a la puerta!
― Disculpa
― No tienes por qué disculparte. Me gustaría hablarte de ella. Cuando dejó de venir a visitarme, ya nadie se atrevió a mencionármela. ― Suspiró. ― Supongo que fue para no quedar como unos groseros frente a mí. Pero la verdad es que, al no poder hablar más de ella, me sentía un desgraciado. Fue como si jamás hubiéramos existido como pareja. Yo quiero hablar de Connie. Entiendo por qué dejó de venir. No pudo soportarlo.
― ¿Qué ella no pudo soportarlo? ― repitió Jean, incrédula ―. ¿Y tu, entonces? Tú la necesitabas.
― Cuando la necesité, estuvo. ― La defendió con ternura
Jean sintió una extraña emoción que le desgarraba las entrañas. Pero ni ella pudo comprender por completo la sensación.
― Connie no es una mala persona, ― continuó el ― me quería de verdad. Cuando mi madre murió, ella estuvo a mi lado. Tampoco me abandonó cuando me dieron el diagnostico y tuve que pasar por esos horrendos tratamientos, que no sirvieron para otra cosa que para enfermarme más, y también estuvo a mi lado cuando supe que tenía que internarme aquí.
― Pero ahora no está ― murmuró Jean.
― No pudo aguantar más ― dijo. No había amargura ni ira en su voz. Solo resignación. ― La última vez que la vi me confesó que no podía soportar verme morir. Y yo acepté lo que pasaría. No pudo. Pobre Connie. Ya había soportado demasiado, por eso le dije que no era necesario que siguiera adelante