En su origen, Twin Oaks había sido la principal vía pública de la ciudad, pero, con el advenimiento de los suburbios y el furor de la construcción de los años 60, la antigua zona comercial e industrial se deterioró, convirtiéndose en un barrio bajo. Las industrias livianas e impolutas, como también las escasas empresas manufactureras de alta tecnología que se habían instalado en el lugar a fines de esa década, optaron por el sector este de Landsdale. Les siguieron de inmediato las hordas que huían del smog, los delitos y el tráfico del sur de California, y así surgió una tendencia edilicia moderna, perfecta, que caracterizó a toda la región. Jean vivía en una de esas casas. Este sector de la ciudad le era tan ajeno como la superficie de la Luna.
A medida que el autobús llegaba al corazón de la zona norte, se observaban hileras de viejas casas victorianas, la mayoría de ellas convertidas en edificios de departamentos arruinados. Pasaron por tiendas de expendio de bebidas alcohólicas y de empeño, una iglesia con frente de piedra, y un edificio médico, con las ventanas enrejadas.
Por fin, luego de lo que le pareció una eternidad, la luz roja del semáforo de Acton Street impidió el avance del autobús, que se detuvo con un resoplido chillón. Ésa era su parada. Cuando se encendió la luz verde, Jean inspiró hondo, tomó su mochila y se convenció de que no sería tan malo. La parada estaba justo frente al geriátrico. Quizá, si iba corriendo, podría evitar todo tipo de agresiones. Se encaminó hacia la puerta trasera y se topó cara a cara con un chico alto y de pelo oscuro. Era lindo. Lindo de verdad. Un bombón. Él retrocedió para cederle el paso. Pero el autobús pasó de largo.
— Oiga — gritó Jean, presa del pánico —. Quiero bajarme aquí.
— ¿Y por qué no tocaste el timbre entonces? — rezongó el conductor desde adelante.
¿Timbre? ¿Qué timbre? Buscó desesperadamente a su alrededor, tratando de encontrar algún botón para oprimir, pero no vio ninguno.
— Está allí — le indicó alguien con disgusto, desde atrás. Se volvió de inmediato y frunció el entrecejo al ver al bombón que la había distraído antes.
— ¿Qué pasa? — preguntó. Pasó a su lado y tiró de una angosta tira de plástico que había junto a la ventanilla —. ¿Nunca subiste a un autobús?
El vehículo se detuvo antes de que ella tuviera oportunidad de responderle algún improperio. El galán, a quien Jean le calculó unos dieciocho años como mínimo, la miró enfadado, se adelantó y se bajó.
Ella también.
— Diablos — refunfuñó. Miró las calles y se dio cuenta de que por culpa del autobús, se había pasado por lo menos dos cuadras.