― Oye, te pido disculpas. Realmente debes de haberte esforzado mucho, tantos diez no pueden salir de la galera.
― No me compadezcas ― le dijo él y levantó la mirada buscando la suya. Sus ojos eran oscuras cavernas de antigua sabiduría. Infinitamente tristes, infinitamente comprensivos. Jean sintió un nudo en la garganta. Movió los labios, luchando por decir algo… pero no hubo palabras. No había nada que decir.
― A veces ― continuó Gabriel en un tono suave ―, tú atrapas al león. Otras, el león te atrapa a ti.
Jean intentó borrar de su mente esos últimos minutos con Gabriel. Se quitó los guantes de goma y miró sus manos. Tenía la piel colorada, irritada. A pesar de todas las precauciones que había tomado, fue imposible que no le entrara agua. Tenía que acordarse de humectar sus manos con abundante loción una vez que llegara a casa.
―A veces, el león te atrapa a ti.
Aquellas palabras hacían eco en sus oídos mientras guardaba los artículos de limpieza en el armario. Oyó a la señora Thomas que cantaba en voz baja en la cocina. Se apoyó en el marco de la puerta y suspiró. Tenía que dejar de pensar en él. Después de todo, no eran amigos ni nada por el estilo.
― Jean ― la llamó la señora Thomas ―. Las bandejas están listas para preparar.
Entró de inmediato en la cocina, feliz por tener algo que hacer para mantenerse ocupada. Pero no resultó. Acomodar cubiertos no requería tanta destreza mental como para distraer sus pensamientos de Gabriel. No podía borrar aquel rostro de su mente. Perecía tan, tan…
― Jean ¿Qué estás haciendo? La voz de la señora Thomas interrumpió sus cavilaciones.
― ¿Eh? ― Se sobresaltó, asustada. Vio a la mujer que miraba azorada la bandeja. ― Oh, me distraje. Supongo que Jamie no necesita tres juegos de cubiertos.
― Mmm. Me parece que estabas pensando en algo muy serio ― comentó la señora Thomas, con un tono cordial ―. ¿Será que este lugar comienza a afectarte?
― ¿Afectarme? ― repitió Jean. Por supuesto que sí. Afectaría a cualquiera. Santo Dios. Acababa de pasar las últimas dos horas refregando inodoros y conversando con gente que estaría muerta para Navidad. ― ¿Quiere saber si me deprime?
― Algo así. ― La mujer se dirigió a la cocina y levantó la tapa de la cacerola con los spaghetti. ― ¿Quieres hablar del tema?
Jean la contempló detenidamente. En los tres días que llevaba trabajando allí, siempre había visto a la cocinera con una sonrisa a flor de labios y una palabra afectuosa para todo el que pasara por allí.
― ¿Cómo hace para evitar que todo esto la afecte? ― le preguntó por fin.
― No hago nada. ― Le dirigió una mirada distraída. ― Me afecta. Esto afecta a cualquiera. La gente viene aquí a pasar un par de semanas o quizás un mes; esperan la muerte y, mientras tanto, tú te encariñas con ellos. Aprendes a quererlos, te preocupas por su bienestar, y de pronto te sorprendes rezando para que se produzca un milagro, porque no quieres que se mueran. Se volvió y miró a Jean. Pero se mueren de todas maneras y me molesta. Especialmente cuando se trata de personas jóvenes.
― ¿Cómo Gabriel?
La expresión de la mujer se convirtió en una sonrisa serena.