Polly se detuvo y se volvió.
— No, por hoy hemos terminado con los quehaceres domésticos. Parte de nuestro trabajo consiste en acompañar a los pacientes. Es la razón principal de nuestra presencia aquí. Como ya te dije, muchos de ellos no reciben ninguna visita.
— Oh, de acuerdo — Se quedó de pie junto a la puerta del armario. Decidió esperar a que Polly subiera y luego iría a visitar a otro paciente. Tal vez el señor Kemper quería jugar a las cartas.
Pero no lo hizo. En cambio, se dirigió lentamente hacia las puertas ventana que daban al salón de atrás.
Una vez en la terraza, se detuvo para investigar el lugar con la mirada.
El jardín estaba protegido por una pared de piedra de unos tres metros y medio de altura. Dos escalones más abajo se extendía una terraza de lajas y, a continuación de ésta, nacía el césped verde esmeralda. Una línea de canteros con margaritas, alegrías del hogar, rosas, enredaderas con flores marfil y otras trepadoras que Jean no pudo identificar, recorría el perímetro de la cerca. En el centro del jardín había un inmenso roble y, a su sombra, una mesa de picnic con varios bancos. Gabriel estaba sentado en uno de ellos, observándola.
Jean cruzó la terraza y avanzó hacia él. No quería verlo, pero se sintió obligada. Una de las razones por las que se había quedado dormida esa mañana fue un comentario de Gabriel. Y ahora necesitaba pedirle un favor.
— Hola — lo saludó.
— Hola. — Gabriel miró hacia la derecha. — ¿No es fascinante?
Ella siguió la dirección de su mirada.
— ¿Qué es fascinante? ¿La pared?
— No, tonta. Los colores. Los colores del atardecer.
— Lo único que veo es que está oscureciendo. Mira, Gabriel, con respecto a lo que dijiste ayer…
— Olvida lo que dije — la interrumpió con impaciencia —. Mira otra vez. Pero esta vez, mira hasta que veas algo de verdad.
— ¿Ver qué?
— Levántame el ánimo, ¿quieres? — refunfuñó —. Este pobre chico se está muriendo. Simplemente abre los ojos y concéntrate.
Jean cerró la boca, respiró hondo y miró el jardín. Con la puesta del sol, las sombras se habían alargado; el aire sereno transportaba el aroma de las rosas y del césped recién cortado. Suspiró y dejó que las dulces fragancias del crepúsculo llenaran sus pulmones.
Pero no vio ningún color. ¿Sería que la enfermedad o los medicamentos habían dañado el cerebro de Gabriel?
Sintió que él la tomaba de la muñeca. La hizo sentar a su lado.
— Sigue observando. No dejes de hacerlo — le murmuró al oído —. No verás colores brillantes; solo los tenues tonos pastel de la luz que se apaga. Pero son espectaculares. Hay dos o tres matices lavanda, nada más.
De pronto, al oírlo pronunciar esas palabras, Jean lo entendió todo. Todavía era de día, pero había algo distinto. El césped parecía más oscuro, más exquisito, como una alfombra de terciopelo; las enredaderas dibujaban puntiagudos diseños contra el muro de piedra y, sobre ellos, las hojas del roble se agitaban suavemente por el viento. Jean contemplo su entorno y, por primera vez, vio el crepúsculo tal como era. Gabriel tenía razón. Había colores. Muy tenues, casi fantasmales, pero delicados y bellos a la pálida luz del día. Las marcadas sombras contra la pared de piedra, el color intenso del césped recién cortado, los matices lavanda de la sombra se perdían en forma casi imperceptible en el horizonte. Una escena encantadora. Y ella la veía por primera vez.
— Siéntelo — le dijo Gabriel.
Jean suspiró. La inundo una profunda sensación de paz. La débil luz parecía marchitar todo el jardín, convertirlo en un lugar casi místico. A la distancia, oyó el trino de un pájaro. Sin darse cuenta, contuvo la respiración y una sonrisa lenta curvo sus labios.
Gabriel rió.
— Notaste la diferencia, ¿verdad?
— Nunca había reparado en ello — confesó en un susurro, por temor a interrumpir la magia del momento con voces estridentes —. Es tan hermoso… Y los pájaros… Casi había olvidado cómo cantan.
— Bueno, el atardecer no es la mejor hora para escuchar. Espera a que llegue la primavera y podrás oír el canto de las aves nocturnas.
— ¿Aves nocturnas? — Lo miró, dudando. ¿Estaría burlándose de ella? ¿Qué clase de aves nocturnas?
— ¿Y quién sabe cuáles son? Lo único que sé es que chillan tan fuerte que me hacen perder la mitad de mis horas de sueño. Recuerdo que a veces me acostaba a la dos de la mañana, agotado después de haber estudiado mucho, y esos malditos pájaros empezaban a desgañitarse como una banda de mariachis. Me volvían loco. Después aprendí a disfrutarlo.