— ¿Me oyes? — preguntó él.
— Si.
— Dos cosas. — su voz se apagaba. —Quiero saber algo. Si nos hubiéramos conocido en otra época, en otro lugar, ¿Habrías podido amarme?
— Te amo ahora y aquí — gritó ella con pasión—. Eres el mejor amigo que he tenido en la vida…
— ¿Podrías haberme amado como hombre? — preguntó Gabriel.
Jean ni siquiera tuvo que pensarlo.
— Oh, claro. Gabriel parte de mí siempre te ha amado de ese modo.
— No sabes cómo te lo agradezco.
Ella se le acercó más. Él se alejaba; apenas tenía un hilo de voz.
— ¿Qué más querías decirme?
— No me olvides.
— Por supuesto que no te olvidaré — le prometió.
— Recuérdame cuando canten las aves nocturnas. — La voz era tan baja que resultaba difícil comprender las palabras. — Escúchalas… Quiero que sepas que yo estaré contigo siempre… cada vez que escuches el canto…
— Gabriel — lo llamó. Presa de pánico, se sentó y le toco la cara. Él no se movió.
Tenía los ojos cerrados. Jean extendió el brazo por encima de él y desesperada, oprimió el botón para llamar a la enfermera de turno.
— Gabriel — repitió.
La enfermera y la señora Drake entraron de inmediato, pero Jean no les prestó atención. Todavía estaba repitiendo el nombre de él cuando la directora la hizo salir de la cama, para que las enfermera pudiera trabajar sin perturbaciones.
— Entró en coma — anunció la enfermera.
— Por el amor de Dios — gritó la chica —. Hágalo reaccionar. Llame a los médicos. — tuvo intenciones de regresar a la cama, pero la señora Drake la detuvo.
— Jean — le dijo con firmeza —. Se está muriendo no podemos hacerlo reaccionar.
— ¡Podemos intentarlo!
La mujer la tomo de los hombros y la zamarreó.
— Escúchame. Vamos a respetar los deseos de Gabriel. Aquí no habrá médicos, ni hospitales, ni gestos heroicos. Eso es lo que el quería. Morir con dignidad con alguien a quien él amara. Esa persona eres tú, Jean. Deseaba que estuvieras con él de modo que contrólate.
— No — protestó, furiosa al ver que se daban por vencidos, que lo dejarían morir —. ¿No podemos intentar algo por lo menos…?
— No se puede hacer nada — le recordó la directora —. Ahora todo está en manos de Dios y, si no puedes manejar la situación, será mejor que te vayas.
— ¿Qué me vaya? — una idea totalmente descabellada. Jean aspiro hondo y cerró los ojos un instante. — No, no puedo irme. Tengo que quedarme con él, por doloroso que sea.
— Puede pasar rato hasta que…
— No importa — interrumpió Jean en voz baja —. Me quedaré todo el tiempo que sea necesario.
Regresó junto a Gabriel. Se sentó en la silla y le tomó de la mano. Tenía la mente en blanco. Habría rezado, pero no le salía las palabras.
Las horas pasaban lentas. Ella no apartó los ojos de Gabriel. La señora Drake y la enfermera volvían a cada momento para ver como evolucionaba su estado. Le trajeron café, se lo dejaron sobre la mesa de noche. Pero ella ni lo probó. No necesitaba cafeína para mantenerse despierta esa noche.
Pasaron las once y Gabriel todavía respiraba. Jean decidió que si a la media noche seguía con vida, se salvaría. El único segundo que dejaba de mirarlo era para ver la hora en su reloj pulsera.
Llego la media noche. Vivía aún.
Jean se le acercó y comenzó a hablar. En varias oportunidades había visto por televisión que el poder del amor y de las palabras lograba sacar a la gente del coma.
— Gaby — murmuró —. No me dejes. Te amo. No soporto pensar en un mundo sin ti. Eres el mejor amigo que he tenido. Me haces ver cosas, me haces pensar, me haces sentir…
Creyó ver un esbozo de sonrisa en sus labios, pero no estaba segura.
Una de la madrugada. Todavía respiraba.
Las dos en punto. Su respiración era tan superficial que el pecho apenas se movía.
Faltaba poco para las tres cuando partió para siempre. Precisamente en el segundo antes de su fallecimiento, Jean sintió que sus dedos apretaban la mano.