― Es cierto, pero yo creo que dar parte de ti mismo es algo diferente. Te cambia.
Qué suerte, pensó Jean. Terminó su desayuno, despidió a su padre con un beso y salió corriendo detrás de su madre para que la llevara al colegio.
Esa tarde, cuando llegó al hogar, los cálidos mimos que había recibido de sus padres se habían evaporado por completo. Otra vez se había hundido en la fosa de la depresión, de la que no se creía capaz de salir.
Entró en el edificio, Gabriel la estaba esperando.
― ¿Cómo te fue?
― De lo peor ― dejó caer su mochila con rabia detrás del escenario y marchó por el corredor hacia el armario de las escobas. Tiró del carro y comenzó a cargarlo con artículos de limpieza.
― ¿Tan mal? ― Gabriel estaba inquieto, incómodo ― Bueno, por lo menos ahora no eres presa de una mentira. Me refiero a que no tienes que preocuparte de que Nathan vaya a enterarse por terceros.
― Oh, claro que no. Yo en persona le conté toda la verdad, tal como tú me indicaste. ― Apoyó con violencia la botella del limpiavidrios en el estante de arriba ― sí, tu consejo no pudo haber sido mejor, Gabriel. ¿Sabes cual es el único problema? Que ya no tengo novio.
Él hizo una mueca.
― Oye, lo lamento. Pero siempre es mejor hablar con honestidad.
― Honestidad ― gritó ― ¿Y de que me sirve ser honesta? Había una posibilidad de que él nunca se enterase.
― Ni lo sueñes, nena ― se opuso ― De una manera u otra se iba a enterar. La mentira tiene patas cortas. Además, si le gustas de verdad, si te quiere. Volverá.
― No volverá ― aseguró Jean. Recordó la expresión de su rostro, el disgusto que le había impedido mirarla a los ojos ― Lo se. Lo he perdido y estoy muy dolorida.
― Jean ― comenzó Gaby ― la moraleja en todo esto es que, si no pudo aceptar toda la historia, la verdad sobre ti, lo de ustedes no habría resultado de todos modos. Una pareja que se quiere de verdad no puede construirse sobre secretos y mentiras.
Jean estaba que se la llevaban los demonios. Su vida era una complicación. El único chico que le había interesado en toda su existencia la creía una bruja mentirosa, conspiradora y despiadada, y Gabriel todavía tenía el coraje de sermonearla sobre el valor de la verdad.
― Eres un fanático de la verdad, ¿no Gaby? En especial cuando no tienes nada que perder. Bien, déjame que te aclare algo: no eres tú el que debe pagar los platos rotos.
― Yo he enfrentado verdades muy duras ― le recordó ― y lo sabes.
Esa frase fue como una bofetada. Cerró los ojos y apoyó todo el peso de su cuerpo contra el marco de la puerta.
― Lo lamento. No debo descargarme contigo. No es tu culpa.
Gabriel se echó a reír a carcajadas.
― Deja de ser compasiva, ¿quieres? ― Extendió el brazo y la obligó a volverse para que lo mirase a los ojos. ― Claro que es mi culpa. No le habrías dicho ni media palabra si yo no hubiera insistido tanto. Así que deja de ser amable conmigo sólo porque estoy al borde la de muerte.
― Muy bien ― gruñó ― Todo esto es culpa tuya, si no estuvieras tan enfermo, ya te habría retorcido el cuello.
Gabriel la contempló durante un largo rato y luego volvió a reír.
― Esto no me causa ninguna gracias Gaby ― le advirtió ella.
― Lo sé ― Dejó de reírse y la atrajo hacia sí. La abrazó y la apretó con fuerza ― Ya lo sé, Princesa. No tiene ninguna gracia. Ese chico te gustaba mucho y yo te arruiné la relación. Pero no te preocupes, las cosas a la larga se solucionan.
― No ― contravino ella, con un tono de voz casi inaudible contra el pecho de Gabriel. No sólo había perdido a Nathan sino que también tendría que soportar la ausencia de Gabriel dentro de poco. Las lágrimas acudieron a sus ojos; esta vez no hizo nada para contenerlas.
― Nunca salen las cosas como uno quiere ― sollozó ― Y yo ya perdí la fe en los milagros.
― En eso te equivocas, Princesa ― murmuró, con los labios rozándole la oreja ― Ocurren milagros a diario. Sólo que a veces no los ves.