Jean se puso de pie y lo miró con detenimiento. No sabía que decir; tampoco qué había querido decir él en realidad.
Gabriel suspiró y le dirigió una sonrisa extraña.
― No tengas miedo, nena, no espero que me entiendas. Anda, llévate el libro. Ojala te saques un diez.
― Gracias ― respondió ella entre dientes ―. Más tarde volveré por tu bandeja.
Cuando regresó, Gabriel estaba dormido. Sin hacer ruido, abrió la puerta y entró en la habitación en puntas de pie. Notó que se le dificultaba la respiración; tenía el rostro pálido. La luz de la lámpara que estaba sobre la mesa de noche enfocaba directamente a sus ojos cerrados, pero él seguía durmiendo. Jean tomó la tapa metálica del plato frunció el entrecejo; las tres cuartas partes de los spaghetti estaban intactas. Recogió la bandeja. ¿Tendría que informarlo a alguien? Gabriel no había comido mucho. Si bien ella no conocía mucho a los enfermos, suponía que debían alimentarse bien para no perder las fuerzas.
Cerró la puerta y llevó el carro por el pasillo, hacia el ascensor. Abajo se encontró con la señora Meeker. Cuando le mostró el plato de Gabriel y le dijo que se había quedado dormido con la luz encendida, la enfermera asintió con la cabeza.
― No te preocupes por él ― le aconsejó ―. Le apagaré la luz y me aseguraré de que se acueste como es debido cuando haga mi ronda nocturna.
― Pero comió poco ― protestó Jean. No tenía la menor idea de por qué se preocupaba tanto por Gabriel Mendoza. Si era tan ocurrente como para hacer ciertos comentarios, bien podía cuidar de su propio cuerpo.
La señora Meeker sonrió con amargura.
― Lo sé. Nunca come mucho. Jean, escucha mi consejo. Esta gente se está muriendo. Por más que les des toda la comida y el descanso del mundo, no evitarás ese final. Por lo tanto, no extremes esfuerzos para salvarlos. No puedes. Si tomas las cosas demasiado a pecho, lo único que conseguirás es una úlcera.
― ¿Pero cómo hace usted para no preocuparse por ellos? ― preguntó. ¡Demonios! ¿Qué le estaba pasando? Apenas diez segundos antes había llegado a la conclusión de que Gabriel podía cuidarse solo, y sin embargo insistía en preocuparse porque no había terminado de comer los malditos spaghetti. Como si él fuera a agradecerle su preocupación. Pero, por lo visto, no podía evitarlo.
― Les doy lo mejor de mí ― contestó la enfermera ―. Trato de hacerles la vida lo más placentera y cómoda posible. Siempre estoy al lado de ellos, incluso en las ocasiones en que lo único que quieren es que me siente en silencio junto a su cama. A veces es todo lo que puedes hacer.
Jean perdió el autobús de las siete y tuvo que tomar el de las siete y veinte. Masticando insultos por lo bajo, se subió y ocupó el primer asiento libre que vio. Llegaría tarde a cenar. Estaba muerta de hambre y afuera había comenzado a caer la noche. Dios, tenía que irse de Lavender House con la luz del día. La idea de regresar a su casa en autobús, en plena oscuridad, superaba los límites de lo tolerable para ella.
Entró a toda prisa en un almacén antes de ir a su casa y se equipó con bastantes provisiones: una bolsa de pretzels, algunas papitas y una barra de chocolate.
― Hola, Jean ― la saludó su madre desde el comedor ―. Llegas tarde.
Jean dejó su mochila sobre la mesa del vestíbulo y fabricó una expresión de tristeza y melancolía en el rostro. Se dio cuenta de que no tendría que esforzarse demasiado para que su aspecto fuera lamentable. Lo único que debía hacer era recordar a Jamie y a Gabriel.
Tomó su lugar en la mesa del comedor. Su padre la miró por encima de sus elegantes anteojos y le sonrió.