Capitulo 7 [Parte 4/8]

7 1 0
                                    

Jean tuvo ganas de seguirlo, pero se contuvo. ¿Para que? ¿Qué esperaba Gabriel de ella? No era su gran amor el que podría escurrirse por la alcantarilla. Tampoco su vida la que estaba en juego. ¿Y porque estaba enojado? Después de todo, ella haría lo correcto confesar la verdad a Nathan. 

― Necesitamos más servilletas ― le indicó la señora Drake desde el otro lado de la mesa del buffet. Jean asintió y fue a buscarlas a toda prisa a la cocina. Entre llevar y traer las bandejas con comida, circular en torno a los invitados y vigilar a los pacientes, estaba demasiado ocupada como para preocuparse por el extraño humor de Gabriel. 

Cuando terminó de poner en la mesa toda la comida que quedaba, fue corriendo hacia las puertas a tomar un poco de aire. Aspiró profundo, y el aire dulce de la noche llenó sus pulmones. Oyó un ruido, como pisadas sobre el pavimento, y miró hacia afuera. 

Gabriel estaba parado, donde empezaba la terraza, con los ojos fijos en el cielo. Jean echó un vistazo hacia atrás, por encima de su hombro. Nathan y Susan conversaban con su padre. Polly y la señora Thomas se habían instalado a sus anchas en el sillón y parecían compartir una entretenida charla con su madre. Era el momento justo para escaparse sin que nadie la viera. Salió. 

Gabriel la oyó acercarse 

― Lo lamento, Princesa ― se disculpó ― No fue mi intención ser grosero contigo. 

― ¿Entonces por qué me trataste de ese modo? ― le preguntó, por curiosidad más que por enfado. 

Él se encogió de hombros. 

-¿Quién sabe? Es que a veces estoy de un humor muy particular. ― Se volvió y la miró, con una expresión ilegible bajo la luz de la luna. Talvez ni yo mismo lo sepa. 

Jean pensó en formularle unas diez preguntas distintas a la vez, pero antes de que pudiera hacerlo se oyeron las notas musicales de un ave nocturna. 

― Gabriel 

― Shh…― Le tapó los labios con un dedo. ― Escucha ― murmuró ― Empezaron a cantar las aves ― Tenía los dedos flacos y la piel fría, pero Jean no articuló palabra. 

No quería preguntarle cómo se sentía, ni por qué tenía las manos tan heladas. Sólo se quedó parada con él allí, bajo la luz de la luna. Él la atrajo hacia sí y le rodeó los hombros con el brazo. Ella le apoyó la cabeza y cerro los ojos. Permanecieron así, juntos, durante un rato, escuchando el trino de los pájaros. Jean trató de deglutir el nudo que de repente se formó en su garganta. 

El canto se hizo más potente, pues varias aves más se habían unido al coro. Gabriel le apretó el hombro y Jean sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Parpadeó con desesperación, no deseaba arruinar la magia con un llanto de tristeza o compasión. La luna cubría el patio con pálidos haces de luz y sombras. El aroma de los jazmines inundaba el aire. Los pájaros cantaban. 

Gabriel se moría. 

Jean temblaba, devastada de pronto por la extraña belleza de ese instante imposible. Un instante que, al desaparecer, ya nunca más podría recuperarse. Un instante robado al tiempo. Jean supo que jamás lo olvidaría. 

Permanecieron allí durante lo que a ella le pareció una eternidad, aunque en realidad fueron pocos minutos, Gabriel se apartó, la tomó por los hombros y la colocó frente a él. 

― Me alegro de que hayas sido tú ― fue todo lo que dijo. 

Jean asintió, muda. Sabía a qué se refería. Tampoco ella habría querido compartir eso con otra persona. Luego, entraron.

No me olvides. sinopsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora