16 de septiembre
Querido Diario:
Mi vida ha llegado a su fin. Preferiría estar muerta. Me han condenado a trescientas horas — ¡trescientas!, ¿puedes creerlo?— de servicios comunitarios. Es una injusticia. Con los terroristas y los asesinos suelen ser más condescendientes… Pero esa maldita jueza me odió desde el primer momento. ¡Ni me dejó abrir la boca! Ahí sentada, lo único que hacía era mirarme fijo por encima de aquellos horrendos anteojos con armazón de carey. Dijo que estaba harta de las niñas ricas y malcriadas que juegan con las personas de esta comunidad como si fueran muñecos que pueden manejar a su antojo y que, por lo tanto, iba a sentar un precedente conmigo, que yo me convertiría en un ejemplo. Ésas fueron exactamente sus palabras. ¡Santo Dios! Cualquiera habría creído que robé la Constitución o la Campana de la Libertad en lugar de unos miserables pendientes. Traté de explicarle que sólo fue una travesura, que en realidad tenía intenciones de pagarlos. Pero ella se negó a escucharme. Y como si todo eso hubiera sido poco, mis padres me quitaron la licencia de conducir. Conclusión, ahora no puedo usar mi auto. Es una injusticia. Jamás he robado nada en mi vida y, la única vez que lo hago, me pescan. No puedo creer que esto sea verdad. Mi último año de secundario desperdiciado… No puede haber nada peor.
La estridente campanilla del teléfono quebró el silencio. Jean dejó su bolígrafo y arrancó el auricular de la horquilla antes de darle la oportunidad de que volviera a sonar. Considerando la suerte que la había acompañado en esos últimos tiempos, si sus padres recordaban que tenía una extensión en su cuarto, podían ser capaces de sacarle también eso.
― Hola. ¿Cómo te fue? ― Le preguntó Jennifer, su mejor amiga.
― Peor, imposible. ― Apartó un rubio mechón de cabello de sus ojos. ― La jueza me odió desde el primer momento. Ni siquiera se dignó escuchar mi versión de la historia.
— ¿Jueza, dijiste?
― Sí, era una mujer, aunque no exactamente lo que se dice un modelo de dulzura, suavidad y comprensión. ― Suspiró. La parte que seguía no iba a resultarle sencilla. Si bien Jennifer era su mejor amiga, no cabía duda de que se pasaría la mitad de la noche llamando por teléfono a Dios y a María Santísima para contarles la novedad con lujo de detalles. La razón de su vida era ― además de hacer compras, claro ― los chismes.
― ¿Y bien? —la urgió Jennifer, impaciente—.Habla de una vez. ¿Cuál fue la sentencia? ¿Te dieron libertad condicional?
― Ojalá. — Jean frunció el entrecejo. — Me condenaron a trescientas horas de servicios comunitarios.
— ¿Servicios comunitarios? — exclamó su amiga, horrorizada —. Pero es una locura. Es tu primer delito. No puedo creerlo. Todo el que te conoce sabe que no eres una ladrona.
— ¿Por qué no tratas de convencer a la jueza de eso? — Sin embargo, Jean se sintió agradecida por el voto de confianza de su amiga. Esa mañana, durante el tiempo que estuvo en el estrado, soportando la mirada penetrante de la jueza, se había sentido como una delincuente. Fue espantoso. Por cierto, la peor experiencia de su vida.
— Santo Dios — continuó Jennifer —. ¡Trescientas horas! Qué aburrimiento. Eso y tomar los hábitos e ingresar en un convento es lo mismo.
— ¿Y qué pasa entonces con el entrenamiento? ¿Y con la comisión de decoración para la fiesta de ex alumnos? ¿Y tu vida social?
— Según la jueza de minoridad Myra Bowen, no la necesito. — Las lágrimas comenzaban a agolparse en los ojos de Jean. Inspiró profundo, pues no quería que Jennifer la oyera llorar. — Además, van a asegurarse de que no la tenga.
— Oh, Dios, pobrecita — murmuró Jennifer, compasiva —. Ya estás en quinto año. El único que se disfruta de verdad en el colegio secundario.