― Oh, por el amor de Dios ― interrumpió Jennifer ― ¿A qué tanta discusión? Después de todo, lo único que tendrás que hacer es vaciar orinales o cambiar algunas sábanas.
Todd meneó la cabeza.
― Destinar a Jean a un sitio donde será testigo de cómo cierta gente espera la muerte es la estupidez más grande que podían haber hecho. Esa clase de cosas puede causar daños psicológicos.
― Que tontería ― contestó Jennifer.
― Ninguna tontería ― insistió él ― se necesita una capacitación especial para trabajar en una establecimiento como ese. Sé que es así. Mi otro tío es cura y siempre habla de lo desgastante que es trabajar con enfermos terminales. ― Miró a Jean ― Los funcionarios del departamento deben haberse equivocado. De ninguna manera pueden enviarte a un lugar semejante. Imposible ¿Quieres que le pregunte a mi tío?
Así se le ocurrió la gran idea. Tenía que existir un modo de zafarse de esa situación. Todd estaba en lo cierto. El trabajo en Lavender House podía acarrear consecuencias muy perjudiciales: agotamiento, depresión, insomnio, pérdida del apetito. Las posibilidades eran infinitas.
― Es un gesto muy amable de tu parte, Todd ― contestó, obsequiándole la más cálida de sus sonrisas. _ Tal vez sea una buena idea preguntarle. Por supuesto, si el Departamento de Libertad Condicional cometió un error me gustaría saberlo.
Cuando sonó el timbre, los tres se encaminaron hacía el edificio. Jean sonrió para sus adentros mientras escuchaba a medias la charla de Jennifer. ¿No era una suerte haber mantenido esa pequeña conversación con Todd? De pronto, vio una pequeña luz de esperanza. Se marcharía de ese lugar aunque fuera la última cosa que hiciera en este mundo.
Esa tarde se aseguró de tomar el autobús anterior. La dejó en la parada a las tres menos cinco. Miró la calle, tratando de decidir si le convenía entrar a trabajar media hora más temprano o tomar una Coca en el bar de la esquina. Pasó un grupo de chicos, que se detuvieron a pocos metros de la entrada del Hogar. No parecían muy sociables. Eso la decidió: salió corriendo hacia la esquina. Tal vez se hubieran ido para cuando llegara la hora de empezar su turno.
Con gesto ceñudo, Jean empujó las pesadas puertas de vidrio y se encaminó directamente hacia el mostrador. Limpieza no faltaba, pero era lo único respetable de ese lugar. Los pisos estaban recubiertos de linóleo gris de alto tránsito, los bancos giratorios presentaban grietas en sus tapizados de cuero rojo y el mostrador gris, cromado, había sido nuevo en la época de Segunda Guerra Mundial. La muchacha se sentó en uno de los bancos, sacó su libro de Física y lo abrió. Podía aprovechar para adelantar la tarea.
― ¿Qué vas a tomar?
Jean levantó la vista y se encontró con el bombón del autobús. Llevaba un delantal blanco atado a la cintura y, en la mano, un anotador y un lápiz. De cerca era mucho más lindo de lo que había imaginado. De ojos grises, cabellos oscuros y hombros muy anchos, sin duda arrancaría más de un suspiro femenino al pasar.
― Oh, una Coca, por favor.
― ¿Algo más?
Meneó la cabeza y soltó un suspiro de alivio. No la había reconocido como la idiota que no sabía qué hacer para que se abriera la puerta del autobús, pensó, mientras lo miraba con el rabillo del ojo.
― ¿Eres estudiante? ― Le preguntó cuando le trajo la Coca al mostrador.
― Estoy en quinto año en Landsdale. ― Los latidos de su corazón se aceleraron. Qué hermosa voz tenía. De locutor.
― Oye, Nathan ― vociferó un hombre desde el otro extremo de la barra, al tiempo que levantaba su taza ― ¿Nos sirves más café?