Ruby era la hermana mayor de Jennifer. Sabía que lo próximo que dijera le caería de lo peor. Su ―amiga parecía salirse de la vaina por darle la mala noticia de una vez.
— Y Ruby dijo que vio a Nathan el sábado por la noche en el cine, con una rubia despampanante. Yo me quedé helada. Quiero decir que, como sabía que entre tú y él…
Fue como un puñetazo en la boca del estómago para Jean, pero ni loca lo habría demostrado. Sin embargo, nunca más iba a mentir. Las mentiras duelen. Por mucho que la hiriera en su orgullo, ya no volvería a fingir.
— Entre Nathan y yo ya no hay nada — admitió —. Es libre para salir con quien le guste. No nos vemos más.
— Oh. — Jennifer simuló una expresión de asombro. — Entiendo.
— Sí. — Jean sonrió. — Seguro.
El trayecto en autobús a Lavender House fue una agonía. Jean se quedó sentada en su lugar como una estatua, sin parpadear ni una sola vez por temor a romper en llanto. Se bajó cuando llegó a la parada y ni siquiera miró en dirección al bar. ¿De qué le habría servido? Nathan ya tenía otra novia. Idiota.
Miró al cielo y frunció el entrecejo. Unos negros nubarrones provenían del oeste y su ominoso aspecto amenazaba con lluvia antes que ella terminara su turno.
Jean enjuagó hasta la última gota del producto de limpieza que quedaba en el lavado y retorció el lienzo.
— ¿Por qué demonios te demoras tanto? — preguntó Gabriel. Estaba recostado en la cama, observándola, pues había dejado la puerta del baño abierta. — ¿Un año para limpiar el lavado?
— Deja ya de quejarte — rezongó Jean, de tan mal humor como él —. ¿Quieres que te mate los gérmenes o no?
— No te lo pedí. — Tosió. — Los gérmenes también tienen derecho a vivir.
— Muy bien— estalló Jean y arrojó su lienzo para la limpieza sobre el carro —. ¿Qué pasa? Desde que entré no has hecho otra cosa que fastidiarme. ¿Cuál es el problema?
Gabriel se recostó contra las almohadas.
— Ninguno. Sólo quería hablar.
— ¿Sobre? — Se quitó los guantes de goma.
— Sobre la razón por la cual estás tan furiosa conmigo.
— No estoy enojada contigo — le aclaró. Mentira. Sabía que estaba disgustada con él. Estuvo furiosa durante las dos últimas semanas. Desde aquella noche en la que, siguiendo su ―sabio consejo, había confesado a Nathan toda la verdad.
— Deja de fingir. — Se rió. — Estás enojada. Tratas de tragarte la rabia sólo porque no quieres pelear con un moribundo.
Jean alzó el mentón y lo miró a los ojos.
— Está bien, estoy un poco molesta contigo. Ya está. ¿Te sientes mejor ahora que te lo he dicho con todas las letras?
— Lo que me haría sentir mejor es recuperar a la vieja Jean — refunfuñó —. En los últimos quince días has estado moqueando por los rincones y dando rienda suelta a tus caprichos. Y ya estoy harto de todo ese teatro.
— Oh, te pido mil disculpas por tener sentimientos — bramó ella. Tomó el carro y lo empujó hacia la puerta. — Me iré con mi cara larga a otra parte para no ofender a Su Alteza.
Qué ganas habría tenido de culminar su salida con un buen portazo, pero no quiso despertar a Jamie; sabía que estaba durmiendo. La ira la condujo por el corredor y hasta la planta alta, donde se encontraba el armario de la limpieza. Guardó todos los artículos en su interior y cerró la puerta. Pero cuando estaba llegando a las escaleras no pudo soportarlo más. El sentimiento de culpa, horrendo como una serpiente venenosa, se había enroscado en su estómago y le provocaba náuseas. Gabriel significaba demasiado para ella. No podía dejar así las cosas. Dio media vuelta y marchó nuevamente hacia su cuarto.
— De acuerdo — capituló, ignorando la sonrisa satisfecha de su amigo —, hablemos.
— No pudiste aguantar, ¿verdad? — Palmeó la cama y ella se sentó.
— Oh, borra esa risita estúpida de tu cara, ¿quieres? Ya estoy aquí. No quise irme sabiendo que estábamos disgustados. — Notó la mueca de dolor de su amigo cuando el colchón cedió por el peso de su cuerpo.
Superando el momento de sufrimientos, extendió la mano y tomó la de ella.
— No estoy sonriendo, Jean — susurró —. Tengo miedo. No quiero perderte. No ahora.