Jean se dirigió de inmediato hacia los estantes. Ese movimiento fue un pretexto para hacer algo, la liberó de la obligación de mirarlo. — Solía leer mucho más que ahora — contestó, mientras tomaba el libro. La tapa estaba arrugada y algunas páginas tenían las puntas dobladas; parecía bien leído y muy amado. De pronto recordó cuánto placer sentía ella a leer. — Pero ahora estoy tan ocupada que prácticamente no tengo tiempo.
— Oh, sí, con tantas horas de trabajo como voluntaria. —Acentuó la palabra con sarcasmo. — Debe de ser muy difícil.
Jean alzó la mirada.
— ¿Cómo tengo que interpretar eso?
Gabriel sonrió y su cara delgada se transformó.
En sus ojos brilló un destello de picardía.
— Significa que termines de una vez con la patraña. Todo el mundo sabe que no estás aquí por la generosidad de tu corazón, sino porque te arrestaron y fuiste condenada a brindar servicios a la comunidad.
— Lo que no implica que mi trabajo sea malo. — se defendió.
Él se encogió de hombros, como si le hubiera dado igual una cosa o la otra.
— ¿Por qué te arrestaron?
— Por mechera. — Dejó el libro. — Pero en realidad, no estaba robando. Sólo fue una travesura.
— Sí, un par de amigos míos hicieron una travesura parecida — replicó con sorna —, con la diferencia de que para la policía fue robo de autos. También los obligaron a servir a la comunidad.
— Un par de aros ni se comparan con un auto — protestó Jean.
— Pero ellos no habían robado el auto. Sólo estaban manejándolo para divertirse. Claro que eran pobres y latinos; ni ricos ni sajones.
— Es un comentario muy ruin — gruñó Jean. Luego se tapó la boca, arrepentida.
Demonios. Ese chico se estaba muriendo y ella ni siquiera sabía qué le pasaba. Lo mejor era que no volviera a abrir esa bocota suya, por pesado que Gabriel se pusiera. No quería irritarlo ni que se pusiera de rodillas a sus pies.
— A menudo la verdad es ruin — dijo —, en especial con mis amigos. A ellos les dieron dos años; a ti, trescientas horas.
Un cóctel de emociones se anudó en su estómago. Estaba furiosa por la actitud de Gabriel, avergonzada y humillada. ¿Qué pretendía que hiciera, que se disculpara por no haber ido a la cárcel?
— Será mejor que me vaya a ayudar con las bandejas para la cena.
En el descanso del primer piso se topó con Polly.
— ¿Ya terminaste? — le preguntó, mientras sacaba una pila de toallas de un carro.
— Creo que estaba cansando — mintió Jean — ¿Qué es lo que tiene?
— Anda mal del ―bobo — respondió Polly.
— ¿Problemas cardíacos? — Jean frunció el entrecejo. — ¿No es posible un trasplante en su caso?
Polly meneó la cabeza.
— Gabriel tuvo una grave infección virósica, que complicó el estado de las válvulas o algo similar. Sea lo que fuere, no está apto para ser trasplantado. Siempre y cuando tuviéramos la suerte de conseguir un donante, claro. Lo dudo, por el tiempo que le queda.
— ¿Cuántos años tiene?
— Dieciocho. — Polly sonrió con amargura.
Jean no hizo más preguntas, pues, en realidad, no deseaba conocer las respuestas. Si bien no era la persona más agradable que había conocido, tampoco quería pensar en lo que tenía que enfrentar. Dios, qué pesado era ese chico. ¡Pero sólo tenía dieciocho años