Félix introdujo la llave en la cerradura y se sorprendió al ver que la puerta no estaba echada. Alguien se encontraba en casa y el hombre de cabellos rizados maldijo interiormente. Necesitaba estar aislado de todo el mundo e incluyendo por un instante del rostro de lástima con el que le miraba Ethan, el pasotismo de su hija Alex y la mirada confundida de su mujer. Todo su mundo había cambiado en cuestión de días y a pesar que Félix había vivido varios cambios en su vida, sabía que ese era el peor de todos y que tenía que remediarlo cuanto antes posible.
Pero después de enterarse que su primo, socio, hermano, alma gemela, cómplice, y todos los apodos que podrían haberse dicho ellos durante esos últimos cuarenta años, estaba condenado durante cinco largos a estar entre rejas, no tenía espíritu para combatir más. Y lo peor de todo que había sido por intento a homicidio y falsificador de guante blanco. Esta era la gota que colmaba el vaso para hacer pensar a Félix que esto era una terrible pesadilla.
Félix sabía que su primo había estado en algunos asuntos ilegales, pero en el pasado, cuando su padre se estaba muriendo por un cáncer de testículo y Adam había sido acusado de falsificador de cuadros junto con otros dos hombres de veinte años más grande que él y fue a la cárcel. Cuando un agente del FBI le ofreció trabajar junto a él, ser su mano derecha para resolver casos, Félix pensó que su primo había cambiado.
Pero después cuando casi pierde la vida por salvar a Diana en un problema que le había metido él por ser el famoso pequeño Robín Hood, se dio cuenta que no. Aunque por suerte allí estaba Diana, dispuesta a donarle uno de sus pulmones al delincuente que intentaba ser un héroe. Y todo esto, supuestamente, había quedado en el pasado, pero por algún motivo, Adam había vuelto a las andadas de Robín Hood y ninguno de ellos lo había notado.
Era cierto que Adam había tenido una paliza que le había dejado el cuerpo repleto de moratones y que Félix le había obligado a denunciar ese hecho –cosa que al final no consiguió-. Pero el hombre de cabellos rizados sabía que era porque una parte de él quería creer que su primo era el mismo chico que siempre le había ayudado a cuidar de su familia, que le había prestado miles de veces dinero porque no llegaban a finales de mes cuando su padre falleció. Quería creer que su mejor amigo, su sangre, era tan bueno como él lo creía.
Pero en esos momentos no sabía que pensar.
-¿Félix? ¿Eres tú?- Una voz dulce y fina sonó en el interior del comedor. Era Daniela. No Dani, sino Daniela. Pero era ella.
-Sí. Perdón por no haberte llamado. Hoy ha sido un día de…
-¡Ah, quieto ahí!- Daniela había salido del comedor y había evitado que Félix entrase dentro.- No puedes entrar.
-¿Por qué?- La mujer de cabellos dorados le mostró una sonrisa y sus mejillas se ruborizaron en cuestión de segundos. Sin duda era toda una novedad ver a Daniela sonrojándose, pero Félix tenía que reconocer que le hacía gracia ese gesto de ella.- ¿Me has preparado una sorpresa?
-Cámbiate y sal a la terraza.- Daniela entró en el interior del comedor y cerró la puerta tras su espalda.
El hombre de cabellos rizados se quedó un instante inmóvil, pensando en lo que había pasado. ¿Podía ser que las cosas estuvieran volviendo a cambiar para mejor por sí solas?
Félix se dirigió hacia su habitación y se deshizo de su traje para ponerse unos tejanos oscuros y un jersey color verde. Si le había dicho de salir a la terraza lo mejor sería que se abrigase tal y como lo había hecho Daniela. La había visto tan solo dos segundos, pero le había sobrado uno segundo y medio para darse cuenta que esa ropa era nueva.
El hombre de ojos color chocolate se encaminó hacía el comedor y salió a la terraza, donde la esperaba Daniela a un lado de una mesa con una pizza casera y dos velas, una de ellas encendida y la otra no.