Capítulo 69: Despertar (parte 2)

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Los tres engendros se quedaron mirando los restos de su compañero, que había sucumbido con demasiada facilidad. Un nuevo latigazo de un cada vez más impaciente Fabius les obligó a atacar. Las llamas de Caju se concentraron en sus dagas, haciendo brillar las runas enanas de su superficie. Con una velocidad impropia de un ser humano, le arrebató el enlazador a Tsuki y saltó por encima de los tres monstruos propulsándose con ayuda de sus nuevas habilidades.
Los tres le siguieron, ya que las órdenes eran recuperar el artefacto. El de las cuchillas lanzó un tajo con ambos brazos, pero el joven lo esquivó agachándose como si fuera lo más natural. Desde esa posición, rodó hacia la izquierda y le propinó una patada en el rostro al pequeño. Al levantarse, golpeó el estómago del de las espinas con ambos puños y seguidamente saltó hacia atrás para evitar las estocadas del primero.

Elh rodeó aquella lucha para acercarse a Tsuki y comprobar su estado. La sacerdotisa respiraba con gran esfuerzo. La sangre ya había teñido su blanca camisa en rojo por toda la zona del torso bajo la prenda que le cedió Caju. No apartaba su borrosa mirada del ladrón.

-Tsuki ¿Qué hago?-preguntó Elh nerviosa.

La semi-dríada solo tenía conocimientos sobre primeros auxilios, aquella situación la superaba por completo. En un primer momento, se le ocurrió hacer alguna clase de torniquete, pero se dio cuenta de lo absurdo que sería.

-Pre...siona-dijo la joven con un hilo de voz.

Esa instrucción hizo temblar a Elh. Al encontrarse en su forma lobuna, podría aplastarla si apretaba demasiado, pero si volviera a la normalidad el dolor de sus heridas la haría desmayarse. Buscó con la mirada a Estrik hasta divisarle, a varios metros. El espadachín también observaba la lucha con ojos abiertos como platos. Aquellos monstruos los habían superado claramente a todos ellos en un uno contra uno, y ahora el ladrón no solo había matado al más resistente con un solo movimiento de mano, sino que se enfrentaba a los tres restantes al mismo tiempo, sin ninguna dificultad.

El de espinas consiguió clavar sus afilados colmillos en el hombro del joven. Apretó con fuerza, rompiendo su clavícula. Caju ni siquiera se inmutó. Le propinó al engendro un brutal puñetazo en el estómago que le hizo abrir la boca y encorvarse en el suelo mientras emitía un agudo chillido. Las llamas se hicieron más intensas en la zona herida.

El pequeño saltó a por él desde la derecha, sabiendo que su brazo herido no le permitiría defenderse. Para su sorpresa, Caju le agarró por el cuello en el aire usando su brazo antes herido, que ahora parecía estar perfectamente. Seguidamente, lo estrelló contra el suelo con tanta fuerza que le partió el cuello.

El de las cuchillas fue rápidamente a socorrer a su compañero. Quiso decapitar al ladrón con un movimiento de tijeras de sus brazos. Caju se tumbó boca arriba en el suelo para evitarlo. Con una inhumana precisión, clavó la daga de su mano izquierda justo en el punto donde una cuchilla estaba pasando sobre la otra, atravesando ambas e inmovilizando los brazos de su oponente. El calor que desprendía la daga fue suficiente para fundir los huesos y que quedase bien fijada.

Volvió a prestar atención al pequeño, que estiraba sus brazos hacia él, como si quisiera cortarle con los dedos. Caju no se detuvo a pensar cómo podía moverse con el cuello destrozado. Alzó la daga de su derecha. Las llamas se hicieron más intensas en su superficie. Tras unos segundos, el ladrón bajó el brazo. Una gran columna de azulado fuego engulló al engendro, renovando el olor a carne quemada en el claro.

Acto seguido, se acercó al de las cuchillas, que seguía tratando de liberarse. Trató de morderle en el cuello, pero Caju le bloqueó con el brazo. A pesar de no ser la zona planeada, el engendro apretó sus mandíbulas con fuerza, destrozando sus huesos. Caju parecía ignorarlo, pues su serio rostro no mostraba ninguna mueca de dolor. Con su mano libre, agarró la daga incrustada en su enemigo, le volvió a infundir su poder y la arrancó ayudándose por una pequeña explosión que destrozó las cuchillas de sus brazos. El monstruo se agitaba de dolor, chillaba mientras se arrastraba de vuelta con su maestro. El ladrón le permitió avanzar cierta distancia antes de acercarse de nuevo y clavarle su recuperada daga en la cabeza. Su extremidad superior se cubrió con ese fuego que derretía su maltratada piel. Ni siquiera pudo chillar por el dolor, su muerte, para opinión del joven, había sido demasiado rápida.

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