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Gilbert.

Gilbert, soy yo, Moody, otra vez. Fui a tu casa seis veces, y no me abriste. Estamos todos preocupados, hace más de un mes que no sabemos de ti, solo necesito saber que estás bi...Bueno, llámame pronto, por favor, hermano.

Era el quinto aviso que me dejaban en el contestador del teléfono fijo, no sabía cuántos habían en el celular, porque no tenía idea dónde estaba.

Después de ver el cajón de papá bajar, me fui corriendo. A pesar de los llamados de todas las personas a las que de alguna forma les importaba, corrí a mi casa; el único lugar que era de papá, y que lo representaba realmente. Además de eso, estaba harto de las condolencias y las miradas de lástima, ya había recibido muchas.

Desconecté el cable del teléfono y tiré el aparato al sillón. Froté mis ojos y miré a mi alrededor, todo era un asqueroso caos, platos y vasos sucios por doquier, ropa tirada en la alfombra, y las frazadas desparramadas en el sofá, que era el único mueble que no había arrojado al jardín y donde había estado durmiendo, porque no me atrevía a subir al segundo piso.

Lucy había venido la primera semana a limpiar y a cerciorarse de que yo estuviera vivo, pero la había echado a los gritos y me había encerrado dentro. A pesar de eso, ella seguía viniendo una vez a la semana y dejaba una canasta con comida en la puerta.

Ya había recibido tres.

Eran, supuse, más o menos las dos de la tarde y yo me acababa de despertar. La casa estaba prácticamente a oscuras, porque había cerrado las cortinas la noche anterior, —o quizás nunca las había subido, en realidad no tenía idea—. Me despertaba siempre a esa hora, sacaba algo de la canasta, y me estiraba en el sillón para seguir durmiendo.

A la noche, me despertaba, tomaba algo más para no caer desmayado, y miraba el techo durante horas. Toda mi vida se había vuelto un círculo vicioso y aunque la sensación de decadencia era horrible, me sentía más seguro en mi propia miseria que en el mundo exterior, que había perdido todo sentido sin papá.

La canasta de esta semana ya se había acabado, solo quedaba un pedazo de pan, así que fui hasta el refrigerador, —por primera vez desde ese día en el hospital— cuando me di cuenta, la puerta ya estaba abierta dejándome ver todo el interior, inclusive los frascos de la mermelada natural de papá, etiquetados con su letra. 'Mermelada de Frambuesas'.

Maldito momento y maldita vida que te pone una zancadilla cuando estás apunto de caer, haciendo el salto aún más humillante.

No me dió tiempo de reaccionar, sólo me quedé mirando el frasco durante varios minutos y las imágenes vinieron una tras otra, como si se tratasen de puñetazos directos al estómago.

Papá sonriendo y cantando mientras cocinaba verduras de desayuno.

Papá escuchandome con atención mientras leía El Retrato de Dorian Grey al lado de la chimenea. —chimenea que ahora estaba escondida detrás de una sábana—.

Papá hablando con todas las personas que pudiéramos toparnos en nuestros viajes.

Sus abrazos, sus consejos, los llantos compartidos cuando mamá murió.

Me tuve que sostener de la puerta para no caer hacia atrás cuando una horrible sensación de pérdida se apoderó de todo mi cuerpo. Azoté la misma puerta una y otra vez, y cuando eso no me hizo sentir mejor, agarré toda la comida empaquetada y la hice estallar contra las paredes.

Eso tampoco me hizo sentir mejor.

Necesitaba salir de esa casa, necesitaba salir de todo, correr, alejarme de tantos recuerdos que ahora sólo me sacaban en cara todo lo que había perdido.

Anne Of The Present Donde viven las historias. Descúbrelo ahora