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Si pudiera describir a la persona que está frente a mí con dos palabras serían enternecimiento del despertar. Se encoje sobre la cama, su boca está cubierta con la sábana blanca, dejando a la vista solo las largas pestañas que ocultan los ojos que tanto conozco. De hecho, podría decir que me los sé de memoria.

He descifrado cada una de tus miradas y he aprendido a amarlas a todas. 

Me siento al borde de la cama y apoyo la mano sobre su hombro, él aparta la sábana de su rostro para mirarme a los ojos, y una sonrisa aparece, está aún desorientado por el sueño. —Veinte minutos.

Me instalo con un libro en la mano y la bandeja del desayuno en la otra, pero antes que lo pueda abrir siquiera el hombre que antes desperté entra con el cabello desordenado y bostezando a la pequeña especie de cocina que tiene nuestra caravana.

El sol entra a raudales por la ventana y lo ilumina cuando saca una taza del mesón que está en un extremo, se sirve un café y me besa la frente al pasar a mi lado para tomar asiento. La cantidad de veces que nos hemos sentado así mismo, frente a frente, con dos cafés cargados sin azúcar. 

Este instante tiene la magia de un recuerdo, la paz de una promesa cumplida. 

¿Teníamos dieciséis años o treinta? Su rostro ha madurado con el tiempo, se nota una barba incipiente y ya no usa el piercing que se ponía en la oreja cuando iba a la universidad. Pero, a pesar de esos cambios físicos, sigue siendo igual de increíble, su cabello está más corto pero la sonrisa de su boca y la luz de sus ojos sigue intacta. 

Una larga vida con risas, lágrimas, abrazos, cóleras, distancias, sufrimientos, silencios y es como si el tiempo no hubiera pasado. 

Él se da cuenta que lo estoy mirando y sonríe de la misma forma que lo hacía hace dos, cinco, trece años. Y que siento que lo seguirá haciendo siempre. 

—Sé que estás enamorada de mí, no es necesario que me mires tanto. —me comenta con una sonrisa divertida—. Soy real.

Le arrojo un pedazo de pan a la frente. —Insoportable.

—Dímelo con un beso o no te creo. —exclama y justo en ese momento se escuchan arcadas fingidas desde el pasillo.

—¿Pueden parar un segundo de besarse? —nos pide John soltando un suspiro sonoro y sacando jugo de la despensa.

La pequeña Agnes, como siempre, está siguiéndolo a todos lados. —Yo creo que son adorables. 

—Eso es porque eres una niñita. —le contesta él y yo miro a Gilbert con sorpresa. 

Pienso en que hará algo como padre maduro, pero en lugar de eso, imita mi acción de arrojar pan en el rostro. —No digas niñita como insulto y no trates mal a tu hermana. Tienes trece años, madura. 

—¡Mamá! —chilla pidiendo mi resguardo—. ¡Papá acaba de arrojarme pan!

—¿Quién crees que me enseñó? 

Suelto una risita. —No se arrojen comida y deja de molestar a Ness. 

Agnes sonríe con su habitual energía y se acomoda en la mesa para poder sacar una tostada. —Mami, venía a hablarte precisamente. Mary, mi amiga, tiene una vecina que se llama Sam que tiene una mamá que es gran admiradora tuya y le pidió un vídeo. —expresa con un entusiasmo y propiedad nada común en niñas de cinco años—. Mary tiene una casa en la playa.

Gilbert suelta una carcajada desde su silla. —Ya entendí todo.

La castaña frunce el seño. —Es por caridad, papá, no te rías. La casa era...un dato curioso.

Anne Of The Present Donde viven las historias. Descúbrelo ahora