Capítulo 12

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Campo de entrenamiento, 10 de julio de 1912

Estoy sudando. Me siento tan agotado que casi me parece imposible volver a levantarme del suelo. Escucho alrededor a los otros miembros de la Cámara entrenar sin descanso. Luzzio acaba de derribarme con un «Voltìbȧri», uno de sus hechizos más conocidos. Es un mago excelente, y si no fuera por su insoportable personalidad, podría ser incluso un excelente compañero de Cámara.

Pero es un troglodita de la sociedad, un bárbaro retrógrado que me tiene hasta la coronilla con sus interminables acusaciones. Él insiste —por demás equivocado, claro—, que mancillo el nombre de la Cámara de Defensa al empatizar con los sanguinomantes, como si acaso fuera cierto; especialmente cuando no he manifestado ningún interés por la magia sanguínea ni los vampiros en general.

En realidad, no he hecho más que referirme a un sutil interés en aprender más de ellos. Estoy convencido de que en el Conservatorio hay suficientes académicos entusiasmados en el caso que he tenido la suerte de experimentar: haber sido salvado por un sanguinomante —a través de magia sanguínea—, sin sufrir la infección del virus de la porfiria. Es evidentemente un suceso fascinante, y sería ridículo asumir que es la primera (o única) vez que ha ocurrido.

Incluso las consecuencias de lo sucedido son dignas de estudio. Y es que desde que Eremia me salvó mi cuerpo se ha recuperado, pero mi armonía ha cambiado ligeramente. A nadie le pasa desapercibido que cada vez que uso mi magia me canso muy rápido, me cuesta respirar, y la piel se me pone roja. Incluso los pentarezzos más sencillos me dan problemas, y por más que intento ocultarlo, sé que no engaño a nadie.

Mi profesor, Richard Longwest, está al tanto; dice que no hay motivos de preocupación. Estamos buscando una manera de solucionarlo, pero mientras tanto, los Vigilantes me observan todo el tiempo con disimulo, y eso me enfurece, aunque sé que nadie tiene la culpa.

El código de confianza, la institución tácita más sagrada de los magos del Conservatorio, de alguna manera se ha roto... O al menos, está cerca de romperse, y me invade la incertidumbre de qué sucederá conmigo una vez que ya no haya forma de repararla.

La confianza lo es todo para un mago.

Nuestras vidas se cimentan en ella: todos nuestros logros a lo largo de la historia se han conseguido únicamente bajo la bandera de la solidaridad, de la comunión, del respeto mutuo, de la ulterior responsabilidad que tenemos de guardar secretos.

Pero esto que me ha pasado de alguna manera ha sacudido, por más ligero que haya sido, la tranquilidad de nuestra pequeña ciudad. En Praga y en Cork los magos no tienen nada de que preocuparse, pero aquí, en el frío norte de Noruega, ya he aparecido en varios periódicos...

Es bueno que tradicionalmente seamos un pueblo sensato, tolerante y sobre todo pacífico. Confío en que mis colegas sabrán entender, en que la opinión pública no juzgará sin bases y que, quizás, Eremia no haya cometido un error al salvarme la vida.

Pienso en él, no lo niego. Lo hago seguido. Recuerdo sus ojos negros, sus palabras a la hora de responder, su apenas naciente conexión con esa palabra que lo significa tanto para un mago: confianza.

«...la inmortalidad es un enigma difícil de describir con palabras...».

Un mal chiste... de seguro.

La confianza no puede construirse en base a enigmas, a intrigas, a afirmaciones escuetas.

La confianza se construye en torno a la entrega total y sin miramientos, al hecho posible, por muy difícil que sea, de arropar los intereses de alguien más tanto como los propios. En confianza no hay miedo, no hay dudas, no hay celos. Cuando esa relación se construye entre dos personas o más, el éxito es inevitable si los objetivos comunes son planteados de la manera correcta.

Yo tengo interés en Eremia Dalka. 

Quiero saber quién es él, pero... 

Me pregunto... 

¿Será que acaso estoy esperando demasiado? 

¿Será que él no querrá... lo mismo?




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