Capítulo 33

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Catacumbas de París, 20 de agosto de 1917

El París del inframundo es asfixiante, y su sola existencia es aterradora. Estoy ante la presencia de un centenar de pasillos infinitos y angostos bajo la superficie de una ciudad hermosa, pero con un corazón oscuro y sombrío. No me gusta ni un poco.

No sólo por las paredes hechas de calaveras y huesos humanos, sino por lo que estas le hacen a la armonía aquí abajo. Y ya entiendo el porqué los vampiros usan este tipo de lugares como escondite. Con tanto caos energético, es imposible sentirlos.

Hay fantasmas en todos lados, y eso sin contar las almas rotas que lloran, gritan, y se retuercen. Y también están las furias, estas son las peores. Espíritus de humanos que cedieron ante la ira y el dolor y se han convertido en demonios con sed de venganza y ojos rojos. En las horas que llevamos acá abajo, que no han de ser más de dos o tres, ya nos hemos tenido que enfrentar con cinco de estos espíritus demoníacos.

—Mantente alerta, Stian —me advierte mi maestro mientras veo cómo sus ojos naranjas escudriñan cada grieta que aparece en las paredes—. Siento que estamos por toparnos con algo, puedo escuchar las voces en mi cabeza.

—Entendido...

En total somos catorce personas las que estamos en esta misión. Rêvereaux dijo que se trataba de un nido bastante grande, y que usaría todas las manos que pudiera conseguir. Por eso estuvo de acuerdo en que mi maestro nos acompañara. De hecho, él es quien encabeza la marcha y quien está a cargo del hechizo luminoso que nos proporciona la luz aquí abajo.

De pronto hace un movimiento para que nos detengamos antes de cruzar un recodo al final del pasillo.

—Escucho voces —anuncia con sus ojos morados encendidos—. Luzzio, ya sabes lo que tienes que hacer...

—Sí, señor —asiente él mientras respira profundo y concentra su armonía.

—La melodía sólo durará unos segundos antes de romperse y sólo tenemos una oportunidad, así que debemos hacer que cuente —indica Rêvereaux—. Ahora, Luzzio...

«Tempanterdis», declama y el aire en todo el lugar se enrarece. De repente parece que el tiempo se ralentiza, y en los cuerpos de todos aparece una pequeña luz que refleja la afinidad de la armonía.

—¡Vamos! —ordena Rêvereaux.

Todos nos movemos de forma pesada y un poco lenta. Cuando cruzamos la esquina del pasillo entramos a otro mucho más corto que se conecta con una bóveda subterránea enorme en la que el espectáculo no podría ser más grotesco.

Cientos de personas están hacinadas en aquel lugar, amarradas a estacas en el suelo o encadenadas a las paredes del lugar. Son decenas y decenas de hombres y mujeres de todas las edades, incluso niños e infantes recién nacidos, pegados a los pechos de sus mamás. Todos tienen un aspecto horrible, y con el tiempo transcurriendo tan lento, sus caras se han quedado petrificadas en muecas horribles de desgracia, pena y sufrimiento.

Hay charcos de orina por todos lados, y residuos de excrementos en el piso. Al fondo, en un ala apartada pero visible, hay una pila de cuerpos en diferentes estados de descomposición, por lo que el olor es endemoniadamente asqueroso. Toda la imagen es degradante y dolorosa, y entre la multitud de humanos en desgracia, surgen una veintena de criaturas desgraciadas, cuyos ojos brillan rojos en la oscuridad, saltando sobre nosotros para atacarnos. Son los desgraciados, que ni siquiera merecen el nombre de personas, que han causado todo esto. Lo sé por la luz roja que brota de su pecho...

—Esta, Stian, es la naturaleza de los vampiros —comenta Rêvereaux acercándose a uno y atravesando su pecho con una de las estacas purificadoras.

Como está ralentizado en el tiempo, no puede hacer nada para evitarlo. De inmediato la vida abandona sus ojos.

—Maestro —alerta Luzzio desde la entrada de la bóveda.

—¡Prepárense! —anuncia el Maestre en acción, y un segundo después, la armonía de su pupilo desaparece y el tiempo vuelve a fluir con normalidad.

La batalla comienza ahora así. Los gritos explotan, el llanto inunda mis oídos, la sangre comienza a manar como un río indetenible bajo el suelo de París. Durante una hora, todo lo que hay a mi alrededor es caos, muerte y destrucción.

Logramos salvar a la mayoría de los humanos secuestrados, pero varios mueren a causa de la batalla. Yo intento luchar con toda la fuerza y la rabia de mi espíritu, pero la armonía me falla estrepitosamente con cada intento de unirme a la batalla.

De no haber sido por la intervención de mi maestro o del mismo Luzzio, habría muerto en este lugar. Y entre tanta frustración y dolor, me doy cuenta de que Rêvereaux tenía razón cuando me dijo que los vampiros estaban muertos, y que habían abandonado su humanidad.

Sólo una criatura muerta podría vivir aquí abajo en medio de tanta desesperación...




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