Capítulo 27

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Praga, 14 de abril de 1917

Voy de camino a encontrarme con Yngvild. Llevo una carta para ella. Ya dejé la carta para Eremia con su mensajero, pero esa no es una que me preocupe en lo absoluto. Le escribí que añoro volver a verlo, que también lo extraño. A Yngvild, en cambio, le escribo para explicarle que no quiero perder su amistad, pero que tampoco puedo aceptar su propuesta...

Me preocupa cómo vaya a reaccionar.

Aun así, no puedo decir que me arrepiento. He sido fiel a mí mismo, y creo que nadie podría encontrar nada reprochable en ello. Sé que Yngvild sabrá entenderme con el tiempo, incluso si ello le causa dolor. Sé que sabrá entender que no es mi intención hacerle daño, y que de hecho, ansío tanto su felicidad como la mía...

Entro al callejón que da hacia el Paseo de Baros para acortar camino. Por esta vía se llega mucho más rápido a la Gran Sala de Praga del Conservatorio, donde espero encontrarme con Yngvild. Tengo que esperar un par de horas a que termine su sesión de pruebas. Está muy emocionada por entrar a lista de espera de la Cámara Europea.

De pronto escucho algo, pero al voltear, no veo nada. El callejón no suele ser un lugar inseguro, por lo que hago la vista gorda. Sigo caminando, y cuando me da la impresión de volver a escuchar pasos, siento la presión en el aire y escucho con claridad la declamación de una melodía...

«¡Aretántula!»

De inmediato todo mi cuerpo se bloquea. No puedo mover nada, ni si quiera las pupilas, y mucho menos las articulaciones de mis brazos o mis piernas. Me están atacando. Estoy congelado en medio del callejón con los ojos fijos en las prendas que cuelgan de las cuerdas para secarse. No me puedo mover, ni gritar, ni hablar... Cuando intento cancelar la magia con mi propia armonía, alguien se me adelante y vuelve a declamar...

«¡Cesante!»

Son melodías universales, básicas, de las primeras que se enseñan en el Conservatorio en los grados más avanzados, lo que significa que los magos que me están atacando no quieren que conozca sus melodías propias. En pocas palabras: no quieren ser identificados. La voz de la persona que me ataca me es desconocida, pero por la armonía que está utilizando, tiene que pertenecer al Conservatorio.

Esto es inaudito. Un mago del Conservatorio atacando a otro mago del Conservatorio... ¡Simplemente es imposible! Se trata de algo que atenta contra todos nuestros códigos, el pilar central de todo el sistema construido desde hace dos siglos, e incluso, contra el sueño de los fundadores previos durante la era del Coro...

El dolor es arrebatador. Cesante únicamente se puede usar con autorizaciones especiales, pues desconecta de manera brusca a un mago de su capacidad natural para canalizar una melodía. Es un hechizo que sólo se usa contra los traidores y los sospechosos de traición y sedición...

—Un traidor como tú no tiene derecho a la belleza de la armonía —dice un hombre muy cerca de mí; no puedo ver bien porque mi vista sigue anclada hacia arriba, en la ropa que cuelga—. Un traidor como tú no debería ni siquiera atreverse a pisar los salones del Conservatorio...

El hombre toma impulso y estrella su puño en mi estomago con violencia, dejándome sin aire. No puedo gritar, ni defenderme, ni pedir auxilio. Estoy indefenso, soy víctima de un asalto, pero no hay nadie a quien pueda pedir ayuda, nadie quien pueda escucharme.

Justo cuando creo que voy a caer de espaldas por la paliza, otro par de abrazos me sujetan y entiendo que el mago no está solo, que está acompañado. Sin embargo, la voz que creía ser de uno solo resulta ser de varios: están usando un hechizo de ocultación para esconder también el sonido de su voz...

Mi visión cambia, ahora estoy de espaldas. Puedo ver que llevan máscaras. Son como las que usamos en el Conservatorio para escondernos entre los sordos, pero a diferencia de las nuestras, que son únicas para cada mago, las que usan mis asaltantes son perfectamente idénticas.

Cuando creo que me acostumbro a la ausencia de golpes, alguien me toma de los pies y con ayuda mecen mi cuerpo en el aire para luego arrojarlo contra una de las paredes. Mis asaltantes ríen y celebran mientras el líder se acerca a donde estoy yo, humillado, adolorido, indefenso, y me estampa un último rodillazo contra la barriga.

Estoy rojo, siento cómo las venas del cuello me aprietan. Mi boca urge por gritar un hechizo para liberarme, defenderme, pero sigo preso de su magia. Mis articulaciones sufren el peso de mi cuerpo mientras luchan por no reventarse y obedecer la orden de la declamación dada: están sosteniendo mi peso muerto. Las lágrimas me brotan y mi nariz empieza a sangrar.

—No te preocupes, estoy seguro de que alguna de tus amigas sanguijuelas te pondrá como nuevo —dice el líder mirándome directo a los ojos desde la cobertura de su máscara—. Revísenlo y tomen todo lo que encuentren —ordena a los otros, y estos obedecen.

Siento sus manos entrar y salir de mis bolsillos, tomar mi cartera, mi reloj de bolsillo, y hasta la carta que llevo conmigo. Intento pelear, pero es inútil. Sólo consigo que uno de los ladrones me dé una bofetada con fuerza.

Finalmente se van, llevándose con ellos la carta que escribí para Yngvild. Aunque sufro por cada instante de lo que sucedió, agradezco por no haber llevado encima la carta para Eremia, por haberla entregado ya. Si la hubieran encontrado y si se hubieran tomado la prisa de revisarla, probablemente me habrían matado de una vez.

Ya no están. Después de lo que parecen ser unos diez minutos, el hechizo que me tiene atrapado se rompe. Ya están lo suficientemente lejos...

Jadeo, escupo sangre, me retuerzo del dolor en el piso. Estoy sucio y mi traje está todo rasgado y maloliente. Me arrastro como puedo fuera del callejón y caigo de lleno en la calle principal. Las personas me ven salir arrastrado y veo cómo quedan estupefactas ante la imagen de mi cuerpo maltratado.




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Labios de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora