Capítulo 40

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Ciudad secreta de Nidaros, 4 de abril de 1922

Emborracharme solo es de las cosas más tristes que he hecho en mi vida.

La noche está oscura. Fuera de mi ventana puedo ver la nieve caer. Plena nevada de primavera; tampoco es que sea algo raro, pero parece más una ventisca que otra cosa.

El gramófono lanza al aire las melodías de una canción bastante triste, una que habla de amores perdidos y corazones rotos mientras yo sigo bebiendo el whiskey de mi vaso, uno tras otro. La música sigue sonando.

A veces canto junto a las piezas y me río solo, como un lunático, mientras recuerdo las palabras de Yngvild y los besos de Eremia... Aquellos labios rojos como la sangre, pero dulces como la miel. Sus ojos negros me persiguen desde el interior de las llamas en la hoguera, mientras el rugir de la tormenta me recuerda su voz áspera y profunda jadeando mi nombre junto a mi oreja.

He luchado los últimos cinco años por mantener a raya estos recuerdos embriagadores, pero esta noche... No. Esta noche quiero emborracharme no solo con el sabor del licor amargo en mi lengua sino también con el recuerdo de Eremia tocando mi piel, besándome en lugares a los que jamás he dejado llegar a otro hombre.

Pero ya no quiero luchar más... Hoy me quiero emborrachar.

Y tras vaciar la segunda botella consigo mi cometido. Estoy ebrio y tendido en mi cama mientras el mundo se mueve y gira como un torbellino frente a mis ojos. Siento la risa ligera ir y venir. Siento mis manos subir y bajar por mi cuerpo, pero mis dedos ya no son mis dedos...

Tras mis párpados cerrados, estos dedos con los que he vivido desde que nací se convierten en los de Eremia Dalka.

Así, con los ojos cerrados, puedo ver a Eremia subiéndose sobre mi cuerpo y apretando mi cuello hasta que me quedo sin aire y abro la boca, momento que él aprovecha para invadir mi cuerpo con su lengua en un beso que sabe a añoranza, a deseo, a soledad.

Aun así, lo dejo hacer... Dejo que me bese como le plazca hasta que se cansa de mis labios y baja hasta mi cuello.

Mis manos, que ahora son suyas, trabajan afanosas hasta que mi ropa ya no es más que un montículo arrugado sobre el suelo y mi cuerpo vuelve a quedar desnudo frente a él.

Quiero abrir mis ojos, pero sé que si lo hago ya no habrá magia en el mundo que pueda devolvérmelo.

Quiero abrir mis ojos, pero escucho cómo su voz me ruega que no lo espante, que lo deje seguir complaciéndome y que no sea egoísta con mi cuerpo.

Y yo le hago caso... Al final le hago caso y me entrego a aquella sensación efímera que se siente tan real.

En mi afán de estar con él me abrazo a su fantasma, y éste me acaricia sin pudor de la forma en la que solo él sabe hacerlo. Y por enésima vez, mis manos no son mías sino de él. Con maestría acaricia mi pecho, mi abdomen, mis piernas...

Mi hombría, exaltada y expuesta, es condenada a muerte por asfixia y estrangulación a manos de aquel fantasma incorpóreo que busca poseerme.

El éxtasis me arranca su nombre de los labios en más de una ocasión con súplica, con deseo, con gula, con un desespero que amenaza con volverme loco eternamente si no cumplo con sus demandas, y así lo hago.

—Te necesito, Eremia...

Suelto un jadeo que marca el final de un juego que ya había perdido antes de comenzar, y como un autómata incapaz de medir sus actos, llevo mis dedos —no, sus dedos—, a mi boca y dejo que mi lengua baile con ellos como una vedette de cabaré hasta que están tan sudados que no les queda más que vagar por mi cuerpo y encontrar el camino a un refugio oscuro y cálido...

Gimo porque ese es el único sonido que puede salir de los labios de alguien que ha encontrado la gloria y se complace en ella. Grito cuando aquellos dedos se pierden en un cuarto tibio y accionan el interruptor que desata las cosquillas más deliciosas que un hombre puede sentir. Esas que nacen en el abdomen y que te dejan sin aire al atascarse en la garganta.

¿Cuántas veces se puede apretar un interruptor hasta que éste se rompe? ¿Por cuánto tiempo puede vivir una persona a la que se le ha privado de la habilidad para pensar y respirar a la vez? ¿Por qué los besos de Eremia Dalka sobre mi pecho me hacen sentir latigazos dolorosos en lo más profundo de mi intimidad?

Eremia... Eremia... Eremia...

Grito su nombre hasta que la luz se apaga, el aire se acaba, y todo estalla sobre mi cuerpo ya mojado por el sudor.

Pero, cuando abro los ojos, estoy solo.

El mundo sigue dando vueltas y la cabeza me palpita, pero me toca ser la única persona que está conmigo en aquel momento tan desgraciado, ése en el que me doy cuenta de lo que acabo de hacer... e irremediablemente lloro.

Lloro hasta que no puedo más.

Lloro hasta que mis ojos quedan secos y mis almohadas saben a mar.

Lloro hasta que la música termina.

Lloro cubierto de nieve blanca sobre el rojo de mi cuerpo, aún con la venta cerrada.

Lloro hasta que me quedo dormido y rezo para no soñar.




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