Capítulo 59

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Hotel de Eremia, 5 de abril de 1927

Lo veo tomar de su copa con serenidad mientras sus ojos siguen fijos en mí.

—¿Y qué va a pasar con tu familia? ¿Con el conservatorio? —me pregunta mientras me acompaña a cenar.

Sé que no está molesto, sino sólo verdaderamente preocupado por creer que no estoy considerando todo esto por las razones correctas.

—¿Eso es...? —intento preguntar, pero las palabras mueren en mi boca.

—Es vinotinto —comenta con una sonrisa algo amarga en los labios—. Prefiero los alimentos frescos.

—No quise ser imprudente, Eremia, discúlpame —estiro mi mano para tomar una de las suyas sobre la mesa y entrelazar nuestros dedos—. No te estoy juzgando, es sólo que... quiero saber —insisto—. Saber de estas cosas, saber de ti. Y yo recuerdo que hace tiempo en una de las cartas, bueno... recuerdo que no reaccioné bien cuando me dijiste que te alimentabas de seres humanos.

—Sólo de los que se lo merecen —agrega.

—Pero... ¿cómo puedes saber eso? ¿Acaso puedes ver en los pensamientos de las personas? Y aun así... ¿qué determina quién lo merece y quién no? ¿Acaso era esa tu sintonía antes de convertirte?

—Si por sintonía te refieres a mi signo de nacimiento, la respuesta es no. Yo nunca tuve un signo propiamente dicho, aunque a mi padre le gustaba creer que mi signo estaba relacionado con la estrategia o la suerte. Era mi hermano quién realmente poseía lo que tú llamas armonía. Yo nunca pude hacer magia, aunque siempre pude ver a los seres espirituales.

—Entiendo —asiento—. Pues, en el Conservatorio nos enseñan que la disonancia, es decir, la magia de ojos rojos, es una aberración, y que todo aquel que la practica debe ser castigado...

—No es su culpa —dice serio.

Creo que por mi tono de voz puede ver lo mucho que me indigna tener que contar aquello. Automáticamente nuestras miradas se conectan de nuevo.

—Quizá, pero eso no quita el hecho de que esté mal...

Yo aparto la mirada porque el tema está volviéndome loco. Tengo el corazón y la cabeza divididos en dos bandos que están en guerra tanto o más que el Aquelarre y el Conservatorio.

—Estoy seguro de que esto ya lo sabes, Stian, pero igual voy a recordártelo —me dice Eremia tranquilo—. Por muchos años, y mientras era alguien que ya no soy, yo también fui un enemigo mortal de tu nación secreta, e incluso llegué a matar a sangre fría a muchos de sus miembros...

—No quiero escuchar esto, Eremia —lo interrumpo, pero él no me escucha.

Con mucha suavidad, pero igual con firmeza, me toma de ambas manos para seguir hablando.

—Pero igual es necesario que lo hagas porque, así como a mi me ayudó en su momento a entender muchas cosas, quizá contigo pase lo mismo —me dice y me besa las manos—. Sí, maté a muchos magos, muchas veces en defensa propia y en algunas otras sólo por diversión. Esa es la verdad. Pero simplemente lo hacía movido por el odio y la ignorancia. Un día, después de siglos, entendí que los motivos de esta guerra son vacíos, y que ninguno de los bandos tiene la razón incluso aunque ambos estén en lo correcto. Por eso dejé el Aquelarre.

—No te estoy entendiendo.

—Lo sé, lo sé, sólo escucha —me pide y yo asiento—. Después de todo tú fuiste aprendiz del Conservatorio, y luego fuiste un cazador para sus filas. Supongo que debes conocer los tratados sobre genealogía y antropología mágica de una de las precursoras de tu sociedad, Ana María Cantavella.

Labios de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora