Capítulo 39

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Ciudad secreta de Nidaros, 4 de abril de 1922

Supongo que tengo miedo. No quiero tenerlo, pero no puedo evitar sentirlo, y es natural...

—Ahora sí, Stian, dime. ¿De qué querías hablar? —dice mi maestro.

Acabamos de entrar a su despecho. Él está cerrando la puerta.

—Siéntate, siéntate...

Obedezco y tras unos segundos lo veo acomodarse en la silla frente a mí con una sonrisa familiar, justo antes de darle un sorbo a su taza de té.

—Por lo más bendito, ¿acaso no está bueno él té?

—Sí, muy bueno.

No estoy nervioso realmente. Cualquier cosa que me diga mi maestro ya la habré escuchado de mí mismo en un millón de ocasiones. Ni siquiera tengo miedo a que me entregue a las autoridades del Conservatorio. Ya hice las paces con esa idea, e incluso, he escrito una especie de testamento para mis padres e Yngvild en caso de que sucediera lo peor. Sin embargo, esto es algo que tengo que hacer.

—Si te vas a disculpar por no haber superado la prueba de la Orquesta, ahórrate tus palabras porque no las necesito —dice al ver la preocupación en mis ojos—. Esas cosas no tienen importancia para mí... A menos que para ti sí la tengan, y allí ya cambian las cosas. ¿Es eso lo que te preocupa?

—No, profesor Longwest —contesto—. Mi visita el día de hoy no tiene nada que ver con la Orquesta...

—Stian, por favor... Déjate de formalidades. Estás muy viejo para comportarte como si fueras un pequeñajo —dice ahora más calmado mientras se recuesta del respaldo alto de su poltrona—. Sólo habla antes de que me aburra. ¡No hay nada más peligroso para un viejo que el aburrimiento!

—Lo que tengo que contarle es algo personal —respondo irguiéndome en mi asiento—. Algo que tiene que ver conmigo, pero que también le incumbe a usted como miembro honorable del Conservatorio... como mi mentor, como integrante emérito de la Orquesta... Pero, sobre todo, como mi amigo... y un segundo padre.

Él enseria la mirada y se fija en mí; está esperando a que continúe.

—Me gustan los hombres —digo con determinación.

Él sólo se encoge de hombros.

—Bueno, eso no es novedad —comenta mirándome de soslayo mientras toma una delicia turca de la mesita de té—. No puedo decir que no lo sospechara después de ver cómo tu relación con Yngvild no evolucionaba, y mira que se conocen de toda la vida. Cualquier joven buenmozo como tú mataría por tener tu oportunidad con ella. Y cierto es que, tal vez, en alguna ocasión te vi fijándote en algún hombre cuando íbamos por la calle durante las misiones o en los entrenamientos, pero ya sabes que eso no es motivo de preocupación dentro del Conservatorio. ¿Tienes novio en este momento, hijo?

—No, profesor Longwest, no tengo —contesto.

Enseguida se me tensa un nudo en la garganta que no me deja respirar. Sé que tengo que continuar lo que comencé, pero la determinación, ahora sí, me abandona. Ya pasamos lo difícil, pero ahora viene lo muy difícil.

—No pasa nada. Creo que uno de los hijos de la familia del director Katsurō también es homosexual —comenta despreocupado—. Si no te importa, yo podría organizar algún tipo de encuentro. Una cena, o algo parecido...

—No será necesario, profesor —digo recuperando el valor—. Lo cierto es que ya hay alguien que ocupa mi corazón en este momento...

—Ah, ¿sí? ¿Y conozco al afortunado? —está verdaderamente intrigado.

A pesar de su edad y de su reputación, mi maestro siempre ha sido un hombre que disfruta de las fiestas de salón y de los comentarios de pasillo. Es un hábito muy feo que incluso su esposa le critica, pero que él adjunta como un placer culposo y a la vez inofensivo.

—Me temo que no —admito—. Su nombre es Eremia Dalka, y no pertenece al círculo del Conservatorio.

—¿Es un sordo?

Yo niego con la cabeza antes de saltar al vacío, mientras veo como mi maestro vuelve a beber de su té.

—Es un vampiro.

De inmediato mi maestro levanta la vista y fija sus ojos sorprendidos en mí. Por un momento pensé que la taza se le resbalaría de las manos, pero el temblor de la sorpresa pasó tan rápido cómo llega la demostración de veteranía. Sus ojos azules están fijos en los míos, pero no puedo ver nada en ellos.

Está mudo y completamente aturdido a pesar del temple en sus articulaciones. Tras un instante de silencio mi maestro deja la taza de té sobre la mesa y me mira con mucha fijeza. Yo empiezo a preocuparme, pero al instante me calmo... De la taza empieza a surgir humo, y las formas que este hace recuerdan sin demora a las olas de una costa calmada y pacífica. Comunicación armónica... y no hay motivo de alarma. Richard Longwest no está molesto conmigo.

—No puedo decir que estoy orgulloso de lo que me acabas de decir —contesta finalmente—, y espero que en tu corazón no haya una pizca de duda, porque eso sería aun más peligroso que lo que me acabas de contar —enseria su voz—. Tampoco voy a reprenderte ni a recordarte el por qué de lo errado que es lo que estás sintiendo, porque, como ya te dije antes, eres un hombre mayor, y supongo que no viniste hasta acá buscando mi permiso o mi aprobación...

—Supone bien, maestro —digo con calma; él asiente.

—El valor de un hombre se mide por su capacidad para vivir con las consecuencias de sus actos, Stian, y si creo que estás pensando lo que creo que estás pensando en este momento, sólo espero que seas consciente de lo que va a pasar si decides llegar hasta el final.

Tras decir aquello se levanta, y por un momento, lo veo como lo que es, como un anciano débil y gastado por el paso de los años

—Lo único que me resta por decirte es que si amar a una mujer ya es difícil, no me imagino lo complicado que es amar a un hombre... sobre todo a uno que es un vampiro.




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