Capítulo 57

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Hotel de Eremia, 3 de abril de 1927

Cruzo el umbral de la puerta justo cuando las campanadas del reloj suenan doce veces, anunciando la llegada de la media noche. Cuando mis pasos se aproximan al mostrador, la mujer levanta el rostro y sonríe al reconocerme, a pesar de los años que han pasado tanto en mí como en ella.

—Buenas noches, señor Pražak. No sabe cuánto me alegro de volverlo a ver —dice con una pequeña reverencia de la cabeza—. Aunque me sorprende verlo acá tan pronto. No lo esperábamos hasta dentro de tres días...

—Este año las cosas han cambiado bastante, Theresa, pero a mí también me da gusto volverte a ver —tomo su mano y le deposito un beso en el dorso antes de apretársela con afecto.

—Mi señor, con tiempo suficiente, todas las cosas cambian tarde o temprano, para bien o para mal.

Mi sonrisa se ensancha. No podría estar más de acuerdo con aquellas palabras.

—Si hubieras entrado al Conservatorio, estoy seguro de que habrías llegado a ser Ilustre Directora de la Orquesta...

Ahora es ella quien ríe con total majadería.

—Las grandes responsabilidades nunca han sido de mi agrado, mi joven señor, pero es un honor para mí escucharle decir eso —dice encantada—. ¿Quiere que lo escolte hasta su habitación? O, ¿tal vez gusta de comer algo?

—Muchas gracias, Theresa, pero no hace falta. Lo que si me gustaría es hablar con Eremia lo antes posible —digo inquieto—. La última vez que le escribí mis noticias no eran alentadoras, y mi partida de Nidaros fue tan abrupta que ni siquiera pude avisarle que llegaría antes de tiempo.

—Entiendo —asiente—. El amo Dalka se encuentra en su despacho en este mismo momento. ¿Le gustaría que lo anuncie?

—No, no hace falta. Prefiero anunciarme yo mismo si no hay ningún problema con ello.

—Como guste, mi señor —concede ella—. Por favor, deje su maleta acá y yo veré que alguno de los botones la coloque en su cuarto.

—Gracias —digo por toda respuesta y dejo la maleta en el suelo antes de encaminarme por el pasillo en dirección al despacho de Eremia.

Trato de contenerme para no delatar mi identidad en ningún momento hasta que llego a la puerta de su despacho y llamo con suavidad.

—Adelante —escucho que dice su voz profunda desde el otro lado.

No puedo evitar sonreír ante la anticipación de volverlo a ver. Esta vez es distinta... Por primera vez, estoy aquí no como punto de encuentro para una aventura, no; por primera vez estoy aquí y estoy en casa a la vez.

Con un vacío inquietante en el estomago y con todos mis sentidos a flor de piel, abro la puerta y entro. Él está allí, parado junto a la chimenea con los ojos fijos en las llamas y una copa de vino tinto entre sus manos. Está vestido únicamente con una holgada camisa blanca que deja su amplio pecho al descubierto y unos pantalones negros fijos en su sitio por unos tirantes del mismo color.

Su cabeza rapada y su barba oscura recortada entre las sombras por el brillo rojizo de las llamas le dan un aire imponente y, hoy más que nunca, noto lo alto que es y la inmensa similitud que existe entre él y el oso disecado en la esquina de su despacho.

—Por un momento te confundí con el oso —digo con confianza haciendo que se voltee y sus ojos negros se claven en mí.

Está sorprendido. Se le nota por la forma en la que me mira, como si temiera estar soñando o algo parecido. Da un paso lento en mi dirección y luego otro, hasta que por fin yo lo ayudo a acortar la distancia que nos separa y él termina por envolverme con sus brazos fuertes en un abrazo que se me antoja insuficiente a pesar de que su aroma ya amenaza con robarme la cordura.

Cuánta falta me hacían sus brazos.

Él se separa un poco de mí y aferra mi rostro entre sus grandes manos para que lo vea a la cara.

—Qué bueno que llegaste —me dice anhelante y no puedo más que sonreírle.

Poco a poco me acerco hasta sus labios y lo beso con ternura. Primero rozando solo sus labios con los míos antes de dar un paso más y morder con cuidado su labio inferior antes de separarme de él.

—¿Eso te pareció lo suficientemente real? —le pregunto juntando mi frente con la suya y hablando entre susurros.

—No, no lo suficiente.

Su contestación fue verbal y física, puesto que no había terminado de decir aquello cuando su boca ya estaba buscando alimentarse de mi aliento y del mismísimo aire dentro de mis pulmones.

Nos besamos con fuerza, con amor; nos besamos con pasión. Pierdo la cuenta de los jadeos que mueren detrás de mis dientes y entre sus labios, mientras sus manos exploran mi cuerpo y nuestros cuerpos se hablan en un lenguaje mudo que no deja nada a la imaginación. Nos besamos hasta que mis piernas no aguantan más el peso del placer y mi cuerpo cae sobre el sillón con Eremia aun pegado a mis labios, como si estos fueran un salvavidas y él fuera un naufrago en un mar de necesidades.

Como un náufrago sediento y abandonado en medio del mar, Eremia recorre mi cuello mientras sus manos frustradas y torpes terminan por rasgar mi camisa. Los botones saltan por todo el lugar hasta dejar mi pecho desnudo frente a él.

Yo me río y él jadea; yo jadeo y él me besa.

Pasa de un pezón al otro sin encontrar nada que calme su sed, por lo que decide seguir el camino boscoso hasta perderse en el otoño de mis deseos, donde parece por fin encontrar lo que busca: la fuente de la vida y la promesa de un manantial que fluye con el único propósito de salvarlo.

Sin pensarlo, se lanza al vacío con la esperanza de calmar su sed...

Devora todo lo que consigue a su paso mientras su boca se humedece con cada bocado. Cuando intento frenarlo, temeroso de que se haga daño en medio de su desenfreno, sólo consigo que se aferre más a aquella fuente que amenaza cada vez más con ahogarlo. Pero cuando veo sus ojos en estos, no hay temor, no hay duda, y cuando la fuente estalla como un géiser infinito repleto de vida, él recibe la acometida con absoluta valentía.

Ya no es un náufrago, ya no está perdido. Con sus energías repuestas busca mis labios, como una criatura que por fin vuelve a su casa después de un largo periodo en el mar. Yo lo beso y comparto con él los rastros de salvación que aún hay en su boca, pues su felicidad es la mía, y sus brazos, son el hogar que no quiero volver a abandonar.




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