Capítulo 20

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Hotel de Eremia Dalka, 6 de abril de 1917

No puedo creer que esté aquí otra vez...

No ha cambiado nada en cinco años. Ahí está el mismo suelo de madera pulida, las mismas rosas blancas y rojas en los floreros, el aroma a pino, la amplia escalera, las puertas de vidrio, incluso el hombre de rostro agrio de aquella vez tan inusitada sigue detrás del mostrador.

—Lo estábamos esperando, señor Pražak —escucho que me hablan.

Cuando me giro me encuentro con el rostro sonriente de Theresa, quien ha envejecido. Lo noto porque, por alguna razón, la recuerdo más joven, y me da la impresión de que ahora hay más arrugas en su rostro y más cabellos blancos cubriendo los lados de su cabeza. Su mirada de ojos azules sigue siendo maternal.

Cuando intenta tomar la maleta que llevo conmigo, no se lo permito. Ella sonríe complaciente y me pide que la siga. Me conduce calmadamente hasta la segunda planta. Me habla y me pregunta cosas, las cuales respondo como un autómata la mayoría de las veces.

Estoy aturdido. El corazón me palpita con fuerza y siento la respiración agitada a medida que mis pies avanzan por esos mismos pasillos alfombrados hasta que, al final, llegamos a la que fue mi habitación hace cinco años atrás.

Tampoco ha cambiado.

Sigue estando la misma cama con sábanas blancas, el escritorio de caoba, las cortinas vaporosas y el gran ventanal. Todo sigue igual, a excepción de un hermoso cuadro en el que alguien ha dejado plasmado al óleo un paisaje perturbadoramente hipnótico: un campo de pinos nevados envueltos por el fuego en medio de una noche estrellada.

Theresa me informa que su amo pasará por mí a las ocho en punto para cenar y me deja solo. Cuando reviso el reloj que está sobre el escritorio veo cómo sus manecillas se mueven perezosamente dentro de una cúpula de cristal, avisándome que tengo todavía un par de horas para arreglarme. A las ocho en punto, llaman a la puerta.

Camino con dudas hasta ella y la abro dejando que toda la estancia se llene con el aroma fuerte de madera y tabaco que emana del cuerpo de Eremia Dalka; con lo primero que tropiezo al levantar la vista es con sus profundo ojos negros. Pero, quizás por primera vez, en aquel momento no me parecieron hechos de carbón, sino de piedras preciosas negras que brillaban con luz propia tras un abanico de pestañas oscuras.

Eremia extiende su mano hacia mí y se la estrecho.

—Me alegra ver que ha decidido aceptar mi invitación —dice y con un gesto de su cuerpo me pide que lo siga.

Estoy detenido, petrificado; no contesto nada. Por primera vez en mi vida no sé qué decir ni cómo actuar, así que sólo camino a cuestas con esta sensación tan irreal y abrumadora.

En el restaurante está todo preparado. Eremia había mandado a armar un espacio privado rodeado por cortinas pasteles muy finas, casi transparentes, en una de las secciones más ocultas de la sala de comensales. Es un espacio muy acogedor, iluminado bajamente por las lámparas de aceite que cuelgan de las paredes. Casi pareciera que estuviéramos viajando en el tiempo hasta un punto perdido del Oriente Próximo en una tienda de campaña, como en Kashmir o en la Arabia civilizada.

Las siluetas de los mesoneros van y vienen por fuera de las cortinas, reflejadas como sombras claras, casi danzantes; sirven la comida y el vino y éste se pasa entre conversaciones y un que otro choque de criterios que terminan, por lo general, en enfrentamientos sutiles de miradas. Hablamos y reímos, hablamos de tantas cosas... Lo que más me desconcierta es la facilidad natural de Eremia para sonreír, y mi incontrolable necesidad de imitarlo cuando lo hace.

Labios de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora