Capítulo 1

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¿?, 1912

El sudor me recorre la espalda. Siento la sequedad en la garganta. Tengo la vista nublada. Los temblores en el cuerpo me mantienen yendo y viniendo entre la vigilia y el sueño. Sinceramente, no sé qué prefiero. 

Dormido me agobia un transcurrir infinito de recuerdos sin sentido que me causan ansiedad y me hacen sentir perdido. Abro puertas que dan a ningún lugar. Subo escaleras que no tienen ni principio ni final, siento en el pecho la angustia del vértigo al intentar correr y terminar siendo un inútil incapaz de moverme. Pero, sobre todo, son las voces que me gritan, que me llaman, que dicen mi nombre y me reclaman lo que más miedo y vergüenza me causa.

Cuando estoy despierto nada de aquello existe. Pero despierto existe el dolor y el ardor recorriéndome la piel. Es tan fuerte que por momento no puedo evitar gritar y apretar lastimosamente los dientes. El ardor es tan intenso que se siente como se debería sentir el que te desuellen vivo. Yo grito, pido algo, pero los delirios no me dejan dilucidar el qué. Entre tanto alguien me habla, trata de calmarme, o por lo menos eso es lo que pienso entre la fiebre y el dolor.

Sigo sin poder entender qué dice la voz ni a quién le pertenece.

Lo último que recuerdo antes de quedarme dormido o desmayarme, no lo sé bien, es el tacto de una mano sobre mi frente limpiándome el sudor con un pañuelo frío para luego pasar un trozo de hielo por mis labios con delicadeza. Intenté beber, pero al final la inconsciencia terminó por devorarme.

Despierto con la mente despejada... lúcido. Estoy desnudo bajo sábanas blancas. Intento determinar mi ubicación con un vistazo, pero no lo logro. Estoy en una habitación desconocida; lujosa. Mi ropa no aparece por ningún lado. Estoy solo.

Apenas me basta un minuto despierto para recordar que, a diferencia de mí, que ahora puedo ver cómo el sol se filtra impertinente a través de un par de cortinas gruesas, mis compañeros magos, mis amigos de toda la vida, fueron brutalmente asesinados. Sus cuerpos, quién sabe si han sido recogidos o no, estén probablemente abandonados a su suerte en medio de un bosque maldito y desolado.

Los rayos del sol se cuelan por la ventana formando líneas polvorientas en el aire. La luz me da de lleno en la cara. Tal vez es por eso que los ojos me comienzan a arder.

Aún cuando siento la humedad en ellos, no tengo ganas de llorar. Sin embargo, las lágrimas salen de todas maneras. Qué caso tiene ya.

Pasan los minutos. No paro hasta que oigo cómo una puerta se abre. Cuando me giro me encuentro de frente con unos ojos negros mirándome con atención. Son ojos familiares.

Yo había pensado que el ligero recuerdo que tenía de ellos se debía a la desesperación de mi mente moribunda.

El dueño de esos ojos camina hasta sentarse lejos de la cama, en una silla de respaldo alto con las piernas abiertas y la cabeza apoyada con naturalidad sobre unos de sus puños. Su cuerpo apenas está iluminado por la delgada franja de luz solar que se cuela por las cortinas entreabiertas.

Distingo que va bien vestido a pesar de tener un aspecto un tanto enfermizo en su mirada. Sin embargo, sé por instinto que tengo que estar alerta, que es cualquier cosa menos débil.

Con la mano que descansa sobre su entrepierna sostiene una daga alarga con una empuñadura de rubíes que destalla con pereza.

Mala señal.

Poco a poco me acomodo y me preparo para lanzarle un hechizo de ataque, pero, en cuanto empiezo a redirigir la armonía, mi estómago amenaza con hacerme vomitar entre arcadas y apretones dolorosos.

Labios de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora