LXXVII. La Hermandad (parte 6)

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Con la salida paulatina de la placentera inconsciencia, pronto fue descubriendo que su garganta gritaba de dolor con cada pequeño movimiento o respiración profunda. No podía abrir los ojos. Los párpados, como si cargaran con dos enormes lastres, se negaron a obedecer y la obligaron a sumergirse en un estado en donde dormía pero no descansaba.

Empezó a sentir frío: una gélida tan condensada y tan profunda que sus extremidades, aún maltrechas y marchitas, se perdieron en el océano confuso de su mente hasta que ya no quedó rastro de su presencia. Y así lentamente con el resto de su cuerpo.

Pero estaba viva. Tan viva como el dolor que sentía con cada respiración. A la deriva y sin saber su porvenir, esperó pacientemente por alguna mejoría. No contó sus respiraciones ni hizo ningún esfuerzo por conocer el paso del tiempo. Se limitó, cada vez que creía que albergaba cierta cantidad de energía, a abrir un poco sus ojos para determinar el sitio en donde se encontraba.

Repitió el proceso hasta el hartazgo; y sin embargo, siguió haciéndolo. La incertidumbre no es la mejor compañía cuando alguien se encuentra completamente desvalido. Además, los sonidos metálicos y chirriantes empeoraban todo lo que sentía.

El sonido metálico en su cabeza lo acompañaba, como si de un monólogo preestablecido se tratara, el llanto, la risa y los quejidos. Siempre en ese orden. Esto confirmó sus sospechas: no se encontraba ni remotamente cerca de un buen sitio.

Así, las escenas que iba recolectando en cada uno de sus vistazos le ayudaron a percatarse de que se encontraba en una especie de prisión o calabozo: barrotes macizos, suelo de piedra y desprolijo y un techo quizás de algún material parecido a la madera.

Apartado de la identificación del sitio, los ciclos de llanto, risas y quejidos fueron pasando hasta que consiguió recuperar gran parte de su conciencia. Coincidentemente su lucidez decidió acompañarla justo en el momento en el que el llanto se hizo más prolongado, profundo.

Notó como el cuello y las manos le dolían menos mientras el sollozo envolvía el ambiente sin llegar a sentir alivio. Su pequeño consuelo no se comparaba con la insistencia con la que le estaba doliendo el estómago.

<<¿Cuánto tiempo llevaré sin comer?>> se preguntó mientras batallaba para levantarse del frío aterrador del suelo. Con pesadez consiguió sentarse en lo que continuaba escuchando el sollozo y contemplaba absorta el calabozo en donde se hallaba.

El aire era pesado y un poco nauseabundo; pequeños hilos de luz se colaban por el techo fuera de su celda e iluminaban un recinto circular en donde se encontraba un catre y quizás algunas cadenas. Frente a su jaula observó otra quizás idéntica a la suya; aunque la penumbra en la que se encontraba sumergida evitaba que pudiera confirmarlo con exactitud. <<¿En dónde mierdas estoy?>> siguió preguntándose.

Mantener la mente ocupada la alejaba del sufrimiento ocasionado por sus entrañas que le reclamaban por la falta de comida. Sin perder el tiempo, se apoyó de los barrotes que tenía en frente y con dificultad se colocó de pie. Sus piernas y articulaciones no respondieron de la manera en la que esperaba por lo que a punto estuvo de caer. Una vez de pie, intentó limpiarse la sangre del rostro que se encontraba seca desde hace mucho tiempo.

Guardó silencio por un rato mientras continuaba frotando su cara, tratando de descubrir el lugar del que provenía el llanto pero no tuvo éxito. Este cesó luego del escándalo que ella misma había causado cuando tuvo que sostenerse de los barrotes para no caer.

— Hola... —dijo por lo bajo con tono entrecortado y sintiendo más dolor en su garganta del que esperaba obtener—. ¿Hay... alguien... aquí...? —consiguió preguntar antes de romper a toser.

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⏰ Última actualización: Jul 19, 2021 ⏰

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Sangre de Dios: El Imperio. (Sin editar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora