LXXV. La Hermandad (parte 4)

16 4 2
                                    

Poco tiempo tuvo para pensar en otra cosa aparte de lo mucho que le gustaba el color rojo. Con el pecho hinchado y la respiración entrecortada, se apartó del cadáver del jovenzuelo y lo pateó en la entrepierna. <<Que tu alma se extravíe y sea captada por Arkum para que te use de alimento eterno>>

Así y sin preocuparse por una herida que se hizo en la palma de la mano luego de extraer el vidrio del cuello del cadáver, intentó caminar sigilosamente hasta la salida, sitio donde pernoctaba el idiota durmiente como primera línea ante la posibilidad de una intrusión o ataque de alguna banda rival. Incluso ahora, su nombre no es algo que conserve.

Aquel, sin duda, era el mayor de los rufianes si solo se consideraba su aspecto; aunque en realidad se encontraba en último en cuanto a vileza se trataba. Pocas veces hizo algo más que escupir ante su presencia. Nunca reparó en ella y siempre la trató igual que a un leproso callejero: sin acercarse ni tocarla.

Resultaba absurdo que este comportamiento casi la ofendiera más que el resto de vejámenes al que la sometían a diario. Ella no estaba enferma ni maldita. No esparcía lepra, condenación o alguna otra enfermedad extraña al tacto; y sí así lo fuera, todos ellos serían los primeros en saberlo.

Con gusto se revolcaría con todos, incluso a la vez, si con ello se enfermaran y tuvieran una muerte dolorosa, lenta. Casi tanto como la que ella soportaba día tras día sin tener la forma, o la fortaleza, de culminar el trabajo.

Atrás quedó un destartalado comedor de madera, en donde se depositaba una roca de tamaño considerable, misma que era utilizada por sus captores para pulverizar las semillas de gergemo que quitaban el hambre y te daban energía, o al menos la suficiente para seguir pulverizando, en su camino a la rejilla que daba al callejón en donde reposaba el otro tipo.

Se vio tentada a tomar la roca: quizás con ella pudiera destrozarle el rostro con más facilidad; pero decidió descartarla al percatarse de que no estaba convencida de poder asesinarlo con certeza.

Apretó el trozo de vidrio afilado y un pequeño hilo de sangre goteó. No cambiaría el método que ya se había mostrado efectivo de cara a su objetivo de escapar de allí.

Trató de regular la respiración, sin mucho éxito, luego de que intentara abrir un poco más la puerta para pasar y esta chirreó. No le cabían dudas: si el sujeto estaba despierto y atento a su entorno, no había forma de que no hubiese escuchado el sonido.

Las manos le temblaban y el instrumento se le antojó pegajoso; o resbaladizo. Ya no lo recuerda con claridad. Aguantando la respiración se quedó quieta a la espera de que su captor, de obedecer a sus temores, echara un vistazo; mismo que nunca llegó.

Con la esperanza renovada, asomó la cabeza por el espacio del portón y se deslizó teniendo cuidado de no tocarla de nuevo. La libertad de su tormento se encontraba a escasos pasos de distancia y eso la motivó a ejecutar la última parte de su plan.

El centinela chorreaba baba sobre su antebrazo en medio de su sueño, y poco pudo hacer antes de que el trozo de vidrio se incrustara profundamente en su cuello. Del tirón y dejando caer el arma al retirarla de la herida que le había impartido a su víctima, se apartó del camino. Dio varios pasos atrás en lo que el hombre enfurecido y atemorizado se sostenía la herida con las dos manos.

— Tu... —intentó decirle—, maldita seas...

Ella rió por lo bajo ante la escena. <<Como hubiese disfrutado triturar tu cara con la roca>> pensó al recibir la mirada encolerizada y de repugnancia que le regaló el sujeto.

>> Te... mataré... —continuó en medio de su agonía.

— Quisiera verte intentarlo. —replicó consiente de que en pocas respiraciones el hombre perecería.

Sangre de Dios: El Imperio. (Sin editar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora